Asmik Grigorian no llegó a desplegar todas sus armas en el Real
La reconocida soprano lituana, cabeza de una nueva generación de cantantes, ofreció un concierto con sombras y luces, más convincente en la ópera eslava que en el repertorio italiano
James Joyce era un fanático de la ópera, del canto en general. Se puede apreciar en casi todas sus obras, como en varios de los relatos que componen su Dublineses. En Los muertos, la genial adaptación cinematográfica que John Huston legó como testamento de uno de aquellos, tiene lugar una escena que bien podría replicarse estos días. Sucede a menudo, sobre todo en la barra libre de las redes. Los invitados a la cena celebrada durante la Epifanía se dedican a rememorar, con indisimulada nostalgia, tiempos pasados de la lírica, sin duda mejores para ellos, cuando por Dublín aún se dejaban caer las codiciadas estrellas vocales de la época, entre las que se cita, nada menos, a Antonio Aramburo. En sus días de gloria, el tenor zaragozano llegó a rivalizar con los legendarios Massini, Tamagno (el primer Otello para Verdi) y Gayarre.
En aquel ágape festivo, donde ocurrían muchas más cosas de las que la precisa lente de Huston se limitaba a desvelar mediante unos apuntes discretos, escudriñando los rostros, entre la parentela y los más íntimos también figuraba invitado un tenor. El artista no duda en terciar en la conversación cuando entre damas y caballeros parecían dispuestos a removerle la silla: «También hoy tenemos cantantes de primer nivel», viene a decir. Y al momento pronuncia el nombre de un colega suyo, Enrico Caruso, intérprete nada desdeñable, como se sabe, a juzgar por la extraordinaria carrera que hizo y las grabaciones que, aún con su precario sonido, permiten apreciar la sobresaliente calidad de sus medios.
Una de las más destacadas cantantes de estos días
Posiblemente entre Aramburu y Caruso la distancia no resultase tan apreciable. Pero me niego a aceptar que a Asmik Grigorian, una de las más destacadas sopranos de estos días, se le pueda situar al mismo nivel, por ejemplo, que a una Renata Scotto, desaparecida hace un par de años. Por más que nos la quieran vender como la auténtica «fiera» de la presente escena vocal, las garras de la joven artista lituana aún no están tan afiladas, ni mucho menos, como las de la eximia italiana.
Y aquí no me queda más remedio que recurrir a la cita de Jimmy Erskine, el crítico teatral del Daily Chronicle, todo ingenio, sabiduría y mala leche, al que un excelso Ian Mackellen incorpora con su habitual maestría en el reciente filme The Critic, cuando una joven actriz le recrimina su feroz ensañamiento: «Esta Inglaterra baja sus estándares cada día. A mi manera de pacotilla estoy intentando mantenerlos». Al menos, que no se diga.
Sus registros no resultarían idóneos de partida para asumir muchos de los roles que está incorporando en los teatros más relevantes
Hay notables artistas vocales que se desempeñan mejor sobre un escenario, mayormente cuando están bien dirigidas en la parte actoral. Le sucedía a la recordada Teresa Stratas que, sin poseer unos medios de partida deslumbrantes, su pundonor y empuje, bien encauzados por el conocimiento del oficio que exhibía un tal Franco Zeffirelli (hoy denostado, pero últimamente también reivindicado en sus entrevistas por artistas inteligentes como la soprano Nadine Sierra), convertían sus interpretaciones en experiencias de alto voltaje dramático, cargadas de una verdad directa, subyugante y reveladora.
Triunfadora habitual en los más relevantes teatros y festivales
A Asmik Grigorian le ocurre otro tanto. Su voz, de lírica pura, exquisitamente manejada, homogénea en los registros (el grave algo justo; logrado el ascenso al agudo, firme aunque no percutiente), con un timbre seductor y un estupendo «fiato», no resultarían idóneos de partida para asumir muchos de los roles que está incorporando en los teatros más relevantes; y que ya le han aportado notables triunfos (lo cual, en estos momentos de bajos estándares, como señalaba el cáustico Erskine, no representa mucho) en Viena, Londres y Nueva York.
La Lady Macbeth, Salomé y, ya no digamos, Turandot, por ejemplo, parecen bien alejadas de sus medios naturales. Pero el instinto escénico, la vehemencia (no siempre) de algunos acentos, su entrega y un físico esbelto (posee unos ojos que comunican expresión felina, a ratos gélida y otros punzante), compensarían sus limitaciones. Para la pantalla, que es donde hoy se sustancian gran parte de las carreras, mucho más que suficiente.
Curiosamente, el público se mostró más frío durante la primera parte, la más interesante, dedicada a la ópera eslava
Pero el terreno del concierto, donde hay que exhibirse sin ayuda de escenografías ni iluminación, y teniendo que luchar a veces con una orquesta que, al situarse en el mismo plano sobre el escenario, y sin un director preocupado por calibrar la dinámica, puede resultar más enemiga que cómplice (como sucedió en algunos momentos en su comparecía madrileña), pertenece a otro cantar, nunca mejor dicho.
Una velada con dos atmósferas bien diferenciadas
Y aquí la Grigorian, con un programa casi calcado del que ya había ofrecido en su recital de La Coruña, hace un par de años, no lució tan implicada como en la recordada Rusalka que protagonizó en este mismo escenario. A lo largo de la velada se apreciaron dos momentos bien distintos. Curiosamente, el público se mostró más frío durante la primera parte, la más interesante, dedicada a la ópera eslava. En cambio, las mayores muestras de aprecio se registraron después del descanso, cuando abordó el repertorio con el que mostró menor afinidad, pero muy popular, al incluir un par de arias de Puccini y otra de Verdi.
Hay que decir ya, que también el director, Henrik Nánási, pareció integrarse más adecuadamente en la atmósfera intimista de las iniciales páginas seleccionadas de Chaicovski, Tigranian, Dvarionas y Dvorak (aunque aquí ya hubo momentos en los que el metal, desaforado toda la noche, cubrió a la soprano) que luego durante la sección italiana, expuesta sin atisbo de delicadeza. Su obertura de La forza del destino resultó algo blanda, sin esa incandescente efervescencia rítmica que le imprimían Toscanini, Levine y ahora Muti.
El repertorio huyó de lo trillado en la primera parte
Cada temperamento es un mundo, pero al menos uno conectó mejor con arias como la escogida de la ópera Anoush, que esta artista suele incluir casi siempre en sus programas, quizá como reflejo de sus raíces armenias. La pieza de Armen Tigranian, con sus apreciables aromas de Oriente, remiten, si bien lejanamente, a esencias flamencas, algo que la flexible voz de la cantante comunica de manera ideal a través de una expresión que aquí adquiere insospechados matices expresivos de indudable sensualidad, como una Scheherazade susurrándole viejas leyendas al oído del amante.
Como recuerdo quizá de su anterior comparecencia en el Real, ofreció la célebre 'Canción de la luna' de Rusalka, uno de los momentos más logrados
Ese mismo clima de intimidad se logró con las otras arias de Dalia, de Balys Dvarionas, y La Hechicera de Chaicovski. En la otra escena de este compositor ruso, la programada de La dama de picas, se echó en falta algo de esa sustancia más dramática, un cierto arrebato y abandono, que luego lastraron, en buena medida, sus interpretaciones italianas. La soprano podría recurrir al tan fácil, como contrario para sus propios intereses, expediente de intentar forzar sus medios para aportarle la carne que le falta con gritos, como otras colegas: conviene agradecérselo, al menos es honesta e inteligente en ese sentido. Llega hasta donde puede con lo que tiene sin trucos ni efectos de dudosa clase. La claridad siempre es preferible. Y la matización, que ella aplica con notables reguladores.
Además, según lo aportado en esta ocasión, ofrece no solo lo que el público demanda siempre, aquello de lo nunca parece ahíto, al descubrirle otras obras de innegable interés, valor y belleza, que seguramente merecerían una suerte bien distinta si los programadores abandonaran su tradicional pereza: en algunas de las heroínas esbozadas se encuentra un filón. Como recuerdo quizá de su anterior comparecencia en el Real, ofreció la célebre Canción de la luna de Rusalka, uno de los momentos más logrados, de mayor intensidad dramática, y exquisita línea de canto, por más que en algún momento librase un combate extremo contra el sonido de la trompeta solista (como luego habría de ocurrirle, de nuevo, en Manon Lescaut).
Por momentos apareció una inesperada frialdad
Y llegamos al repertorio italiano, donde la artista se mostró algo más alejada por estilo y condiciones de partida. Su Manon Lescaut exhibió una inesperada frialdad que surge, más que de la falta de conexión con el personaje, del incompleto dominio de un repertorio en el que la dicción lo representa casi todo: en la palabra, cómo comunicarla, y en el justo acento se halla el secreto del drama. Hay que expresar no solo con claridad, si no imprimiéndole a aquello que se dice su preciso significado y alcance, con los recursos disponibles.
De la imprescindible colaboración de la Sinfónica de Madrid hay que decir que no tuvo una de sus mejores noches
Del mismo modo que la heroína pucciniana pareció desprovista de su esencial sentido trágico, sin que llegaran a percibirse ese preciso sentido de abandono que debe nutrir toda la expresión, llegando hasta la desesperación del final, a la Elisabetta de la Grigorian le sobra algo de aristocrático distanciamiento en aras de un fraseo mas efusivo y directo, como el que tan bien encarnaba Mirella Freni cuando interpretaba la ópera que Verdi situó en España. Más interesante resultó la aproximación a la celebérrima aria de Cio-Cio San, Un bel dì vedremo, mesurada en la expresión, aportándole nobleza y dignidad, luciendo toda la belleza de su timbre tornasolado y la exquisitez característica para la modulación; aunque tampoco aquí brotara la emoción.
De la imprescindible colaboración de la Sinfónica de Madrid hay que decir que no tuvo una de sus mejores noches. En la cuerda no se apreció huella del preciso refinamiento en páginas que así lo demandan, y, como se ha apuntado, los metales estuvieron casi siempre destemplados. En cambio, las maderas se mostraron soberbias, con magníficas contribuciones individuales, como en el caso del clarinetista Alberola. Nánási no limitó el caudaloso torrente de sonido que, a veces, resulta cuando la orquesta abandona el foso, llegando a tapar a la soprano en varias ocasiones. Quizá lo más destacado resultase la efervescente obertura de Ruslán y Liudmila de Glinka.
La propina, anticipo del 'Eugenio Oneguin' para la orquesta
Como propina se escogió la escena de la carta de Eugene Onegin. Mucho tendrá que trabajar la orquesta de aquí a principio de año, cuando se ofrecerán varias representaciones de esta ópera, en Madrid, para hacerle merecida justicia. Quizá con otra batuta la cosa cambie: no hubo ningún interés por resaltar los distintos clímax, en los que hay que dejarse la vida.
Tampoco la Grigorian, en su repertorio más afín, echó todo el resto en una página en la que Tatiana se encuentra presa de la agitación interna más abrasadora. No es cuestión de aspavientos, que tampoco los hubo, pero sí de llevar la expresión hasta el límite, volcándose sin reservas. Quizá para esto último precise de la escena. Seguramente me colgarán en plaza pública por lo que voy a afirmar, pero hace casi veinte años, la española Ainhoa Arteta, con menor dominio idiomático, encarnaba a una Tatiana mucho más apasionada. Quede dicho.