'Los Remedios': un barrio que recorre toda España
Los Remedios es un barrio de Sevilla construido en la década de los 50 y todo un ejemplo de mala planificación urbanística. En sus calles crecieron Pablo Chaves y Fernando Delgado-Hierro, dos actores de cuyo reencuentro y amistad ha surgido la obra que se representa en el Teatre El Musical, pieza reconocida con el último Premio Max a la Mejor Autoría Revelación
Hace unos meses tuve la oportunidad de ver Los Remedios, XXIV Premio Max a la autoría revelación, en su reestreno en Madrid. Aquella noche, a la salida del Teatro Lara se repetía una y otra vez la misma valoración sorprendida: todos los presentes se habían sentido apelados. Bajo la dirección de Juan Ceacero y en un doble rol de creadores e intérpretes, Fernando Delgado-Hierro y Pablo Chaves habían conseguido hacer que su barrio, sus anécdotas, sus vergüenzas y, sobre todo, sus anhelos, fuesen los de todos nosotros. Sobre el escenario, un barrio de Sevilla dibujado por la historia de dos chavales; una historia que se ha formado lejos de allí y, aun así, pertenece nítidamente al barrio.
En una segunda visita a Los Remedios, en esta ocasión en el Teatre El Musical de Valencia durante la gira que acaba de arrancar, mi sorpresa se ha agrandado al comprobar que aquellas primeras sensaciones no habían sido una cuestión propia, ni de mis vecinos madrileños. También esta noche, en Valencia, los asistentes comentaban esa identificación con los gestos, con las reflexiones de esta ficción autobiográfica pero universal. Es su vida en Sevilla, pero podría ser la nuestra en Madrid, en Valencia, en Málaga o en Gijón porque, al fin y al cabo, el barrio es el barrio.
La obra dirigida por Ceacero nos toma de la mano en un paseo por las vidas de Fernando Delgado-Hierro y Pablo Chaves, que visitamos tanto indirectamente mediante anécdotas como de forma directa, a través de la recreación de historias familiares o con amigos. El ritmo es vibrante durante prácticamente las dos horas de función, con numerosos recursos que hacen grande una propuesta escénica aparentemente sencilla y valiéndose de una actuación que emociona y mantiene al público pendiente de cada uno de sus movimientos.
Desde los primeros compases, arrebata la atención y sentimos la cercanía de un amigo contándonos una historia que debemos saber sin demora. No nos habla alguien fingiendo ser Ricardo III, Antígona o Bernarda Alba, sino que se están confesando con nosotros Pablo y Fernando, de Los Remedios.
Uno tras otro, van abriéndose temas cotidianos como se abren heridas. La nostalgia es a veces graciosa, otras traumática, pero siempre es lo que los actores quieren que sea con su dominio del espacio, acotaciones y juego de luces y música. Finalmente, la obra termina por tomar un rumbo –evita ser, así, una sucesión de sketches y reflexiones al aire– bajo la pregunta: ¿qué estamos buscando en esta vuelta a Los Remedios?
El gesto asumido tras toda una vida absorbiendo, imitando, creando un lenguaje propio a través del cuerpo y, ante todo, la amistad que abre un diálogo para buscar juntos, responden a esta pregunta. Progresivamente, la autoficción se va tornando seria y, como promete su sinopsis, también autodestructiva. Una suerte de destrucción de los personajes principales, de todas las personas que les han ido marcando y han ido encarnando durante la función. Y una destrucción de los protagonistas mismos, que no se sienten parte de Los Remedios, pero no pueden dejar de serlo; porque uno en la vida puede cambiar de equipo, de orientación política y hasta de confesión, pero siempre será del barrio en el que ha crecido.