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Juan José Toribio es profesor emérito del IESE y fue director ejecutivo del FMI

Juan José Toribio es profesor emérito del IESE y fue director ejecutivo del FMI

Diez economistas examinan a España (III)

Juan José Toribio: «La situación de España es inquietante»

Considera el de Aznar como el periodo más creativo de la reciente historia económica de nuestro país

Juan José Toribio es licenciado en Economía por la Universidad de Barcelona, ITP (International Teachers Programme) de Harvard, y licenciado y doctorado en Economía por la Universidad de Chicago. Entre los múltiples cargos que ha tenido a lo largo de su exitosa carrera, ha sido director general de Políticas Financieras del Ministerio de Economía y director ejecutivo del Fondo Monetario Internacional entre 1996 y 1998.

–¿Cuál es la mayor virtud de la economía española?

–Probablemente la mayor fortaleza de la economía española reside en su pertenencia a la UE y a la Eurozona, con todo lo que ello implica de equilibrio, estabilidad, amplitud de mercado, marco institucional e imagen externa. Dentro de ese entorno, España tiene también sus propias ventajas competitivas: se trata de una economía muy abierta al comercio de bienes y servicios (no solo en lo relativo al turismo), que en las dos últimas décadas ha sabido diversificar e incrementar fuertemente sus exportaciones y su inversión en el exterior.

–¿Cuál es su mayor pecado?

–España participa, en primer lugar, de los pecados económicos propios de la UE: invierno demográfico, envejecimiento acelerado de la sociedad, aceptación de nuevas tecnologías pero ausencia casi total en sus procesos de generación, notables rigideces institucionales, exceso de regulaciones, competencia limitada en servicios, y gestión de un estado de bienestar que supone fuertes cargas fiscales y desmotiva la iniciativa emprendedora. Todo ello lastra el crecimiento en la Unión Europea y viene desviando el centro económico del mundo a la zona del Pacífico.

Pero España añade, además, sus propios errores, como el caos regulatorio en distintos niveles de gobierno y la increíble rigidez de su mercado de trabajo, que mantiene fuertes vínculos con el diseño del período franquista, pese a algunas reformas positivas a las que hoy se pretende dar marcha atrás.

Justamente, esas dos características (caos regulatorio y rigidez laboral) son las repetidamente señaladas por Banco Mundial, en su publicación anual Doing Business, como los dos mayores obstáculos al crecimiento económico de España, aunque no sean los únicos.

–¿Qué hicieron bien y mal en economía Aznar, Zapatero, Rajoy y Sánchez?

–La presidencia de Aznar constituyó el período más creativo de la reciente historia económica de España. En él nuestro país se incorporó activamente al diseño de la Unión Monetaria y a la creación del Banco Central Europeo, cuando pocos esperábamos que el país fuera capaz de alcanzar el cumplimiento pleno de las condiciones del tratado de Maastricht. En este sentido, la administración Aznar supo luchar contra viento y marea, a la vez que reducía los impuestos, privatizaba la pesada losa del INI, estimulaba la inversión directa (dentro y fuera de nuestras fronteras) y nos incorporaba de lleno a los criterios del consenso de Washington. Es muy difícil encontrar en nuestra historia un período de política económica más acertada.

Por su parte, Zapatero comenzó respetando varios de los logros de Aznar, pero no supo entender la auténtica naturaleza de la crisis financiera desatada en 2008 y el alcance de ese fenómeno en la economía española. Pensando que era una fluctuación de tipo keynesiano (simple exceso de ahorro privado) incrementó seriamente el gasto de las administraciones, hasta llevarnos a una auténtica crisis de deuda pública, que estuvo a punto de provocar un hundimiento como el que más tarde sufrieron Grecia y Portugal. Para remediar ese error, los forzados intentos de recorte por parte del propio Zapatero le costaron la presidencia del Gobierno.

En el haber de Rajoy hay que valorar, sobre todo, la consolidación fiscal y la del sistema financiero español, así como su decidida reforma del sistema de cajas de ahorro, y la liberalización (parcial, pero efectiva) del mercado de trabajo. Todo ello condujo a una notable recuperación de la economía española.

Finalmente, en el gobierno de Pedro Sánchez no es fácil identificar ninguna línea clara de política económica. Todo parece más bien orientado a lograr un difícil equilibrio entre los criterios de una vicepresidencia próxima a Bruselas y los, diametralmente opuestos, de sus socios de coalición. A estas alturas no está claro qué pretende hacerse con el salario mínimo y cómo pueden olvidarse sus efectos sobre el empleo juvenil, cómo se pretende afrontar los problemas financieros de la seguridad social, o por qué acometer una contra-reforma en el mercado de trabajo, que nos haría retroceder décadas en la modernización de la economía española. Tampoco parece haber política alguna respecto al obligado ajuste del déficit y deuda pública, originados por el desgraciado episodio de la pandemia COVID19, ni siquiera con la utilización inmediata de los fondos de ayuda de la UE. Todo ello hace que las expectativas respecto a España (tanto internas como internacionales) se muevan en la más completa incertidumbre. La situación es, ciertamente, inquietante.

–¿Tiene arreglo lo del recibo de la luz o todas las soluciones que se indican pecan de populismo?

–No tiene un arreglo fácil ni inmediato. En 1997 España adoptó el sistema marginalista de mercado eléctrico, que rige en toda la UE. En ese sistema, el precio mayorista de la electricidad se fija mediante una subasta, cuyo precio viene determinado por el de la potencia generada a mayor coste variable, es decir, la obtenida utilizando gas natural. Sucede que el precio internacional de ese combustible se ha elevado fuertemente, por razones tanto económicas como geopolíticas y, por si fuera poco, resulta gravado por la necesidad de obtener unas licencias de emisión de gases que son cada vez más caras.

El traslado del precio mayorista al recibo de la luz está, a su vez, penalizado por diversos impuestos y cargas que se han ido acumulado a lo largo del tiempo. Ahí se hacen algunos intentos por reducir el precio, pero siempre de forma limitada y con aire de populismo.

Lo cierto es que dependemos del mercado internacional del gas y de los precios de las licencias de emisión. La expectativa de un invierno crudo no hace sino agravar esos problemas.

–¿Por qué, década tras década, España tiene tan anómala tasa de paro, que no se corresponde con lo que se ve en las calles?

–Por definición, los salarios son siempre un precio que viene determinado por la oferta y la demanda de servicios laborales. Cuando ese precio es libre, el mercado lo ajusta para obtener un punto de equilibrio, que corresponde a lo que denominamos pleno empleo. Cuando regulaciones externas perturban ese esquema de libertad, el mercado se venga generando un exceso permanente de oferta sobre la demanda existente, y a ese exceso lo denominamos paro. Eso es el A-B-C de cualquier mercado, incluido el laboral.

Desde hace nueve décadas, el mercado de trabajo español está fuertemente intervenido por reguladores, a veces ingenuos, y a veces presionados por intereses menos confesables. El resultado es la segunda tasa de paro estructural más alta del mundo, sólo superada por Sudáfrica.

Si quizá no se nota tanto en la calle, es porque ese paro afecta a los más débiles, especialmente jóvenes y mujeres, quienes refugian su frustración en la intimidad familiar, más que en el alboroto exterior. Lo grave es que existe en el gobierno actual una tendencia a intervenir aún más el mercado de trabajo, es decir, a caminar hacia atrás en la evolución del problema. Además de sacar a Franco del Valle de los Caídos deberían sacarle del mercado laboral.

–¿Quién es el economista español que más admira y por qué?

–Siempre ha habido en España muy buenos economistas, tanto en la universidad, como en la administración pública, banca, servicios de estudios, e iniciativa empresarial. Con mucho de ellos me unen lazos de admiración y afecto. Preferiría no dar nombres concretos, pero si me fuerzan a ello, creo que en los momentos actuales debería citar, con emocionado recuerdo, a Juergen Donges, recientemente fallecido. España perdió un economista de gran talento, gran capacidad de trabajo y grandes dotes de comunicador. Muchos perdimos, además, un gran amigo.

–¿Cuándo estima que España empezará a dejar atrás con fuerza las heridas del covid?

–Fuimos una de las economías más afectadas por la pandemia, por razón de nuestra estructura productiva. Aunque la recuperación empezó con lentitud, y la primera parte de este año ha supuesto una cierta decepción, creo que las cifras de crecimiento del tercer trimestre de 2021 pueden suponer una grata sorpresa. Con todo, no es esperable que nuestro PIB alcance el nivel pre-pandemia hasta bien entrado 2022, y siempre que seamos capaces de vencer definitivamente al virus. Más allá de esa fecha, creo que el futuro puede ser muy positivo si hacemos bien las cosas. La historia demuestra que las grandes catástrofes, una vez superadas por el hombre, tienden a generar un efecto-muelle de creatividad e innovación.

–La inflación ha vuelto, ¿debemos asustarnos?

–Debe, al menos, preocuparnos. La inflación es siempre un impuesto regresivo y un elemento distorsionador del crecimiento económico.

El problema es que antes de la pandemia ya existía en todas las economías avanzadas un exceso de liquidez. Tal exceso se ha visto, a su vez, multiplicado por la política monetaria que los bancos centrales han aplicado en su lucha contra los efectos del COVID. A mi juicio, la inflación será inevitable si no se aplica a tiempo una política de mayor moderación monetaria. De no hacerlo así, empresas y ciudadanos, movidos por expectativas inflacionarias, empezaremos a dar rienda suelta a esas reservas líquidas, creando una presión de demanda que agravará el problema.

Es también preciso frenar a tiempo los llamados efectos de segunda vuelta; es decir, las subidas automáticas de salarios, alquileres, etc., que podrían desatar una espiral de precios difícil de controlar.

–¿Somos buenos trabajadores los españoles?

–Por supuesto, y como tal estamos valorados cuando trabajamos en el exterior. Quizá el problema resida en que, dentro de España, no existe una total adecuación entre la formación que imparte el sistema educativo y las necesidades reales de las empresas oferentes de empleo. Hay muy poca colaboración entre ambas partes y, aunque llevamos años hablando de ello, no parece haberse hecho nada sustancial al respecto. He ahí uno de los retos más importantes planteados por la revolución tecnológica.

–¿Qué opina de que una vicepresidenta del Gobierno de España use el adjetivo «beneficios groseros» para referirse a los beneficios empresariales?

–No hay comentarios. Prefiero dejarlo así.

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