¿Crisis de la educación o crisis cultural?
El principal problema de la educación española es antropológico o, al menos, de principios más filosóficos que estrictamente pedagógicos
Nadie duda que la educación está en crisis. Hace unos meses, los catastróficos resultados de las pruebas PISA mostraban el estado de suma postración de nuestro sistema educativo. En las semanas siguientes no faltaron los gritos de alarma, artículos de prensa, comentarios en radio y televisión… Todo el mundo ponía el grito en el cielo. Hasta algunos (pocos) políticos manifestaron que habría que poner remedio urgente a la situación. Pero, ¿se ha hecho algo? Ni el gobierno central (en manos del PSOE), ni los autonómicos (mayoritariamente en manos del PP) han tomado medidas para corregir la situación. En algunos casos se han nombrado comisiones de supuestos expertos para que propusieran medidas, que, al final, consistían en el lampedusiano consejo de cambiar alguna cosilla para que todo siguiera igual.
La educación no deja de ser un reflejo de la sociedad en que vivimos, o, dicho de otro modo, el contexto social influye en el educativo. En la búsqueda de culpables de la crisis del sistema educativo se ha puesto en el banquillo al confusamente llamado neoliberalismo. Excusa simplista como pocas para consumo interno de izquierdistas devotos. Los países asiáticos con modelos de capitalismo menos regulado que el europeo (Corea del Sur, Singapur, Japón, p.e.) tienen unos sistemas educativos mucho más sólidos y exigentes que el nuestro. Y obtienen buenos resultados PISA.
El principal problema de la educación española es antropológico o, al menos, de principios más filosóficos que estrictamente pedagógicos. Alasdair MacIntyre en su reivindicación de la ética aristotélica («Tras la virtud») afirma que esta es teleológica: tiene que ver con el fin del hombre, de cada hombre. La Ilustración, según este ensayista, prescindió de este enfoque abriendo una ética más subjetivista, emotivista incluso, llegando hasta el vaciamiento moral postmoderno.
¿Cuál es el fin de la educación? ¿Qué queremos hacer con nuestros alumnos en nuestras aulas? No lo sabemos, o la sociedad española, a través de sus políticos, no sabe responder a estas preguntas. Desde la Paideia griega, pasando por el trívium y quadrivium medieval, las escuelas de gramática o los institutos nacidos de las reformas educativas del siglo XIX, enseñar era transmitir conocimientos, basados en el uso de la razón y la búsqueda de la verdad. Pero la postmodernidad ha sustituido la razón por un cientificismo beato (eso cuando aún se confía algo en la razón), la Ética en moralina progre llena de eslóganes de plastilina. Basta un somero repaso del currículum español para darse cuenta de todo esto: la perspectiva de género o el medioambientalismo acrítico (irracional en el fondo) impregnan el «telos» curricular español. Todo bien aliñado en escepticismo metódico y relativismo axiológico. Y eso de buscar la verdad es cosa de tiempos pasados. ¿Se puede enseñar a buscar la verdad en tiempos de pensamiento líquido?
La Historia ha sido un elemento vertebrador de los sistemas educativos. Todos los países han dado mucha importancia a la Historia y también a la lengua propia como factores fundamentales para la formación de los futuros adultos y para crear la conciencia de su identidad como sociedad. Pero Europa, y España en concreto, abominan de su Historia. La identidad europea (tan reivindicada por los fundadores de la hoy Unión Europea) está hecha trizas. El continente europeo ya no es la cuna del pensamiento racional, del derecho, de la Ciencia, de la síntesis cristiana que dio lugar a las universidades y a un arte que puebla el continente entero, del mismo Estado de derecho. Ningún continente alberga tantas obras de arte, una literatura tan rica, una música más elevada. Philippe Nemo lo ha resumido muy bien en «Qué es Occidente». Todo eso hay que «resignificarlo» (relativizarlo) o pedir perdón. Lo que cuenta es una Europa colonizadora y despiadada, obviando, por ejemplo, que las primeras universidades americanas fueron creadas por españoles, o la primera declaración explícita de derechos humanos (en defensa de los indios americanos) fue obra de los grandes maestros de la Escuela de Salamanca.
Entonces, ¿qué vamos a enseñar? Deconstruido un currículum sólido basado en conocimientos y el uso de una razón abierta ¿qué queda? Ese invento de las llamadas «competencias». Ya que no vamos a formar verdaderos ciudadanos con una buena cultura, hagamos unos seres «competentes». Es posible que ese «telos» produzca individuos útiles, que dominan los dispositivos informáticos, que se pasan las horas lectivas haciendo «proyectos», debatiendo sobre lugares comunes o, en muchos casos, sobre las desgracias de las minorías woke.
¿Y qué valores vamos a inculcar si hemos deconstruido el humanismo alumbrado desde el pensamiento griego hasta la Ilustración? Decía Michel Foucault («Las palabras y las cosas») que el hombre es un invento y, por lo tanto, había que rechazar el viejo humanismo cristiano, base del europeo. La autoridad ha sido aniquilada. Ahora todo es participación, democratización, hasta para decidir el más mínimo detalle. En España un niño de 12 años tiene derecho a formar parte del consejo escolar de su centro y decidir sobre su funcionamiento, su organización pedagógica, su presupuesto… ¿Realmente tiene la madurez suficiente para esta responsabilidad? Cada vez que se ha intentado limitar la participación de alumnos en los consejos escolares a los de más edad, han salido los corifeos del buenismo talibán rasgándose las vestiduras por ser algo antidemocrático. Al final, convertimos la democracia en una caricatura.
Los alumnos tienen derecho a reclamar por todo, por haber suspendido justamente, a hacer una huelga cuando les plazca, a pasar de curso aunque no sepan nada. El esfuerzo ha quedado reducido al mínimo para mover las teclas de un ordenador o un móvil. ¿Pensar? ¿Para qué? Ya lo hacen los influencers. Cuando un mediocre agitador de las redes sociales obtiene tres eurodiputados es que hay miles de jóvenes (mayoría de sus electores) que han abdicado del pensamiento racional. ¿Qué personas queremos formar con estas premisas?
En el pensamiento anglosajón se ha acuñado el concepto de «educación liberal». En este caso «liberal» no tiene nada que ver con el liberalismo político. La educación liberal es aquella en que el conocimiento tiene un valor por sí mismo y no por su utilidad y es aquella que da una formación capaz de hacer hombres libres, difícilmente manipulables. Viene de la tradición de las artes liberales medievales que subsiste también en las facultades y colleges de Artes liberales. Es una educación en que las humanidades y la ciencia constituyen la base del currículum. La educación liberal no forma para una profesión específica. Esa puede venir después, o no. Quien ha tenido una educación liberal será alguien que tendrá gusto por la lectura, estará informado, sensible, apreciará el arte, entenderá el mundo, su historia y sus problemas. Podrá darse una vuelta por el Museo del Prado sin preguntarse qué hacen tantos cuadros con una señora, un señor y un recién nacido en una cueva. Sabrá de Aristóteles, Shakespeare, Cervantes, Galileo, Copérnico, Mendel o Einstein; el Lazarillo de Tormes no será un quinqui y Bach un roquero. Será capaz de dialogar, razonar sus argumentos y dispondrá de recursos dialécticos y capacidad para escribir sin faltas de ortografía. Esa sí es una persona competente, esa sí es una educación competencial: la que permite ser libre y no dejarse llevar por cuatro eslóganes del influencer de guardia.
Decía Valle Inclán que España era una deformación grotesca de la civilización europea. Probablemente exageraba. Pero lo que sí es cierto es que el sistema educativo español es una deformación grotesca de los sistemas basados en la comprehensive school anglosajona, que era parte de la ingeniería social de los partidos socialistas del norte de Europa en los años 60 del siglo pasado. Después, al grito de ¡Pedagogos de todos los países uníos! el modelo de extendió hasta ser copiado como cándidos papanatas por los autores de la LOGSE, la ley que eliminó cualquier posibilidad de educación liberal en España. Para luego echar las culpas al neoliberalismo, la OCDE, la OTAN y hasta la NASA si hace falta. Y desde entonces nadie ha hecho nada por enmendar el desaguisado. Y, para corregir el rumbo, hace falta una reacción de la propia sociedad.
Si abominamos de nuestra identidad, nuestra cultura, rechazamos los valores que han hecho grandes las sociedades occidentales, la educación sólo recibirá parches. Hoy se observan en Europa síntomas de recuperación. Quizás la reapertura de Notre Dame sea un símbolo. Una ceremonia en la que se ensambló el viejo laicismo francés con su pasado cristiano. Los discursos de Macron se mezclaron con la maravillosa música coral acompañada con el órgano y la lectura de textos bíblicos. La Biblia es un referente de la cultura occidental, reivindicada en el marco de un símbolo del arte que ha hecho grande Europa. Allí estaban los dignatarios de la Europa cuna de lo que llamamos cultura occidental. Faltaba representación española. El ministro de Cultura estaba en el circo. ¿No decía Valle Inclán que España era una deformación grotesca de la civilización europea? En este caso, tendría razón.
- Felipe J. de Vicente es catedrático emérito de instituto, miembro de Consejo Escolar del Estado por el grupo de personalidades de reconocido prestigio (2012-2024)