Fundado en 1910
Ilustración: Carles Puigdemont

Ilustración: Carles PuigdemontPaula Andrade

El perfil

Puigdemont, el comisario de inmigración de Sánchez

Sus parientes no habrían sido acogidos si aquella Cataluña de mitad del siglo XX la hubiera gobernado él con las competencias que le acaba de regalar Pedro

Si nos atenemos a la definición del buen catalán que ha dado Gabriel Rufián, al calor de la cesión del control de la inmigración a Cataluña, según la cual «catalán es quien vive y trabaja en Cataluña», Carlos Puigdemont Casamajó (Gerona, 62 años) no es catalán. No vive en esa Comunidad, porque se escapó a Bélgica en el maletero de un coche para no afrontar sus responsabilidades penales, ni trabaja en Cataluña. En teoría lo hace en Waterloo, pero solo en teoría, porque vive sin dar palo al agua gracias al presupuesto público como titular de un delirante Consejo de la República.

A falta de poder repetir desde el balcón de la Generalitat el icónico ja sóc aquí de Josep Tarradellas, dado que Pedro Sánchez no ha podido amnistiarle gracias al corajudo Tribunal Supremo que se niega a perdonarle el delito de malversación de fondos públicos –penado con 12 años de cárcel y 20 de inhabilitación–, ha decidido cobrarle el alquiler de la Moncloa a Sánchez descuadernando España. El penúltimo trozo del Estado le ha sido entregado por su inquilino en forma de transferencia de una competencia que los padres de la Constitución reservaron al Gobierno de España: la inmigración y la vigilancia de nuestras fronteras. Pero no hay mayor golosina para un integrista ultra como Carles que relamerse con el virus de la identidad, de la raza, de la etnia, de la nacionalidad.

Llegó el presidente más débil de nuestra democracia y le resucitó concediéndole una interlocución con mediador salvadoreño en Suiza

Desde la adolescencia, todas sus lecturas en el internado de El Collell fueron de fanáticos nacionalistas como Jacint Verdaguer, uno de sus preferidos. Todo para neutralizar sus apellidos familiares –Valero, Ruiz, Valdivia y Toledo– que maculan el árbol genealógico de los Puigdemont. A su pesar, sus orígenes maternos traen sus raíces de Andalucía. Es decir, según su patrón xenófobo, él sería un charnego, un perro, un descendiente de emigrantes que «colonizaron Cataluña». Sus parientes no habrían sido acogidos si aquella Cataluña de mitad del siglo XX la hubiera gobernado él con las competencias que le acaba de regalar Pedro.

Puigdemont no fue capaz de terminar Filología catalana y cuando comenzó a trabajar en el periodismo, concretamente en El Punt, cuentan sus compañeros que los días que volaba a Madrid tomaba un avión con escala fuera de España porque el puente aéreo no le permitía enseñar el pasaporte. Quería sentir que entraba en un país extranjero. Ese es el nivel de la enfermedad nacionalista que padece. Camino de los 63 años, que cumplirá en diciembre, se ha convertido en un friki que llegó a la Alcaldía de Gerona y a la presidencia de la Comunidad de rebote, por eliminación. Primero, gracias a sus mensajes radicales, Convergencia le fichó para dar la batalla al PSC en el Ayuntamiento gerundense. Desde esa Alcaldía que dirigió entre 2011 y 2016, y ante el desdén de Artur Mas, que no se fiaba de él, trabó relaciones con los movimientos sociales más extremistas, lo que finalmente lo colocó a las puertas de la Generalitat cuando los antisistema de la CUP decidieron fulminar a Mas.

Fue elegido porque no tenía límites morales. Creyeron que Puchi iría más allá y proclamaría la republiqueta. Conformó un Gobierno de coalición con Junqueras, al que odia, y ambos llegaron al 1 de octubre de 2017, cuando dieron un golpe de Estado. Pero el inefable Carles dejó tirados al resto de delincuentes para no entrar en la cárcel y huyó a Bélgica. Hoy es un fantasma que incomoda a los suyos, pero al que el experimentado desenterrador Pedro Sánchez Pérez-Castejón ha exhumado para situarle en el escenario político gracias a sus siete preciados votos en el Congreso. Llegó el presidente más débil de nuestra democracia y le resucitó concediéndole una interlocución con mediador salvadoreño en la Suiza de los acuerdos internacionales.

Como periodista, Puigdemont fundó en 2004 el periódico Catalonia Today, en lengua inglesa, y su descriptible éxito todavía se estudia en las Facultades de Ciencias de la Comunicación. Está casado con Marcela Topor, periodista rumana que presenta, por 6.000 euros al mes y solo ocho horas de trabajo, un programa de televisión en una red de canales gestionados por la Diputación de Barcelona y pagados por todos los españoles. El astronómico sueldo de Topor ha sido denunciado por Ciudadanos y PP en la Diputación, pero desestimada la moción por el resto de formaciones, para no despertar la fiera de Waterloo. El marido de la presentadora y padre de sus dos hijos conoce a la perfección la lengua de su esposa, como homenaje a las identidades minoritarias («Puchi» dixit).

Sigue en su estupefaciente impostura mientras batalla judicialmente con España y pierde elección catalana tras elección

El iluminado individuo mintió a los catalanes en 2017 llamándolos a la revuelta y a la unilateralidad y a la hora de la verdad salió huyendo. En Waterloo, su Santa Elena particular de la que le va a rescatar el Gobierno de España, fundó un ridículo Consejo de la República y barajó nacionalizarse belga, un país cuyo caótico sistema le ha dado cobertura legal con el concurso de su abogado, Gonzalo Boye, otro figura condenado por terrorismo, al que la Fiscalía Anticorrupción pide diez años de cárcel por blanqueo de dinero del narcotráfico. Por si fuera poco, un «hermano del exilio», Antoni Comín, afronta en las últimas semanas graves acusaciones por acoso psicológico y sexual. Puchi, Comín y Boye, no hay mejor metáfora de los renglones torcidos de Dios.

Desde hace cinco años Carles vive en Bélgica, donde le cuesta al erario 235.000 euros que usa para mantener la Unidad Administrativa del Departamento de Presidencia, un chiringuito lleno de enchufados y propaganda antiespañola. No importa a nadie, y su vuelta conviene a menos. Es una china en el zapato que Pedro llevará hasta que le visite en el Reino de los belgas y se haga una foto con él que le rehabilite. Sin ella, será difícil que apruebe los presupuestos socialistas. Hasta entonces, Puigdemont sigue en su estupefaciente impostura mientras batalla judicialmente con España y pierde elección catalana tras elección. Su único interés es recordar al desenterrador de Moncloa que este muerto, con siete votos en el bolsillo, está muy vivo.

comentarios
tracking