El Barcelona, símbolo de España
Lance Armstrong fue despojado oficialmente de siete Tours de Francia y suspendido a perpetuidad debido a sus trampas, como el Fútbol Club Barcelona debería obtener una respuesta equivalente por haber –según declaran ciertos pringados en el caso—supuestamente comprado el favor arbitral durante un extenso período de tiempo. Naturalmente, no se niega que el Barcelona haya sacado provecho a valiosos jugadores, que estos metieran algún gol en buena lid o que sus éxitos posean una parte de mérito deportivo; como tampoco puede desmentirse que Armstrong mostrase un evidente talento personal y competitivo, fuera un atleta destacado y deparase emociones a su público.
El hecho objetivo es que, en uno y otro caso, los triunfos no parecieron lograrse con honradez, sino mediante juego socio, corrupción y engaño. Armstrong ha pagado por sus errores y, aunque ello no excluye que pudieran darse otros ciclistas fulleros que se finalmente se fueran de rositas, el oprobio y la sanción quedan ahí, para aviso de navegantes. En el caso del Barcelona, nada ha ocurrido todavía, y está por ver si sucede. La impresión que hay es que mucha gente influyente, incluyendo al gran archirrival merengue, no desea ver reparada la injusticia, sino que esta se blanquee y amortice, en nombre de un bien superior: sus réditos ocultos.
Tal vez demasiados asuntos importantes están hoy en día pasando por idéntica picadora de carne. Que a cualquier político, como a cualquier ilusionista de cabaré, vendedor de crecepelo o estafador profesional, no le apetezca que queden a la vista sus trucos, se comprende. Lo que resulta novedoso es que el floreciente sector de la omertà haya adquirido tamañas dimensiones; y que, so pretexto de lealtad a tus colores, familismo amoral o posmodernidad líquida, esto es, con la pamplina de que perro no come perro, se haya convertido en norma consuetudinaria condonar la indecencia.
En efecto: no existe parcela en la actualidad pública (por no hablar de la privada) en la que no corra a alistarse una marabunta de voluntarios dispuestos a mentir, jalear inmoralidades, poner cara de póquer, negar la realidad y enlodar el terreno. Podrán hacerlo por rencor, venganza, exaltación, tozudez o, muy especialmente, expectativa de resarcimiento. Pero lo hacen, a diario, en todos los ámbitos, con esforzado ahínco y su servil sentimiento de estar cumpliendo con una misión existencial. Se diría que el sistema educativo, el entorno cultural, la moda y la opinión difundida constituyen una gigantesca maquinaria destinada a suministrarles coartadas colectivas, papilla argumental y dopaje anímico, a fin de que puedan continuar azuzando el avispero.
¿Qué fue de aquella sensibilidad ética que antaño desarrollábamos de manera espontánea? ¿Despertaremos en alguna coyuntura venidera del trastorno? ¿Rechazaremos la vileza? Si ese día llegase, un culé como Dios manda protestaría cuando su equipo utiliza malas artes; un socialista dotado de principios fulminaría a unos líderes que se tirasen la legislatura de sisa, verborrea y suripantas; y un ciudadano que no fuese un zoquete, sino alguien con la cabeza y el corazón en su sitio, dejaría de votar desde las vísceras, el prejuicio, la cobardía y la inquina, para pensar un poco en el futuro de sus hijos, en el progreso de su patria y en la salud de su espíritu.