Señores con la cabeza a pájaros
«¿Alguien se acuerda de las chorradas de Francisco Umbral, que los académicos sumaron a nuestro acervo como si fuesen joyas inmortales?»
No salgo de mi asombro: la RAE acaba de devolverle la tilde a «solo» cuando equivale a «solamente». Además, como farfullando que es de mentirijillas, apenas un sí pero no caprichoso, que ellos son más bien de dar tumbos y palos de ciego. Justo ahora que acabo, tras trece años de rebeldía, de adoptar en mis escritos y publicaciones el deplorable sindiós y la antiestética ceporrería de no acentuar las palabras que fueran simplonamente despojadas de su tilde hace dicho puñado de años. Precisamente ahora que opto por camuflarme con docilidad entre las ovejas apacentadas por tan patéticos pastores, condescendiendo a una majadería más entre cuantos atropellos a la razón nos ofenden, apenas por no traslucir la rareza de mantener activa alguna neurona. Esto le ocurre a uno por no gastar la coherencia de Juan Ramón Jiménez, que jamás se planteó acompañar a semejantes tarambanas en sus desgalichados bandazos.
Académicos eran también los proyectistas de Lagado, la capital de Balbinarbi, que se gobernaba tiránicamente desde la isla volante de Laputa. Si ya sus émulos de la RAE dictaminaron antaño que la che y la elle eran letras, haciendo el ridículo con las ordenaciones alfabéticas, estos continuadores no desmerecen, puestos a tapar la luna con el dedo o ponerse estupendos. No en vano van a juego con la España de Sánchez, la niña de la curva, la impenetrable Pam, la memoria histórica, los trenes que no caben en los túneles o el Tito Berni. La indocta casa ya no es solo explicable motivo para que el transeúnte se alivie en sus muros, como hicieron los poetas del 27. Es que merece ser clasificada, en una escala del decoro, apenas un peldaño por encima del programa de Jorgeja, y varios más abajo de aquellos entrañables gitanos de la trompeta, la escalera de mano y la cabra.
Desde que tengo recuerdo, y hablo como el niño que amó los lápices y los cuadernos, la gramática y la ortografía, los libros y las redacciones, la durabilidad en las palabras y las lenguas y, sobre todo, la hermosa lengua española, no he sufrido más que chascos, atropellos y agravios a manos de estos genios. Cada reforma prescriptiva de la RAE, cada revisión onomasiológica del diccionario, cada nueva inclusión de memeces --solo porque estaban de moda-- en el repertorio lexicográfico, han sido una sucesión de bofetones. ¿Alguien se acuerda de las chorradas de Francisco Umbral, que los académicos sumaron a nuestro acervo como si fuesen joyas inmortales? Cualquier persona con dos dedos de frente sabe que lo cheli es lo primero que pasa de moda, lo más efímero. Pero ellos, erre que erre, buscando ser chulísimos, siervos de lo guay y saltatrices de la espuma, siempre prestos a festejar a macarras y tontos. Lo políticamente correcto. Y, si se tercia, sigue la dirección del viento y te da de comer, como han aprendido nuestros serviles catedráticos de historia, ¡pues hala!, a servir a los amos del presente, a hacer ideología barata, vendiendo el honor de nuestros antepasados y fabricando falsas verdades como churros.
Pensábamos que solo quienes usaban el código de la circulación como sumidero de una necesidad enfermiza de someter, humillar y multar podían permitirse estos giros copernicanos por antojo infantil, cambiando de opinión cada poco, transmutando en transgresión lo que ayer era facultativo, y a la inversa, tal encender los faros del vehículo de día. O que solo los políticos progresistas eran capaces de tomar por imbécil a la ciudadanía, tratándonos como a ese aldeano que aterrizaba hace décadas en Atocha, ignorante de lo que eran los triles o el tocomocho, y era desplumado con cruel ignominia.
Pues no, aún nos faltaba la RAE poniéndole puertas al campo. Sostiene uno de sus miembros, Salvador Gutiérrez Ordóñez, que quienes vienen empeñándose en la tilde de «solo» actúan movidos por el sentimentalismo y que, al incurrir en tamaña irresponsabilidad, se sitúan «al margen de la ciencia». Vaya, la ciencia. Como con el Covid, el cambio climático, las ingenierías de género, el ecologismo animalista o la delirante agenda que a cualquier aspirante a imponer con ínfulas teocráticas su veleidad le dé por ubicar campanudamente bajo el solemne palio de la ciencia. ¿Y si entonces le quitamos la tilde a «dé»? Porque ya arremangados para hacer gansadas… Las convenciones lingüísticas no son ciencia, sino débil freno al populismo. Ese es el sentido de «fija, pule y da esplendor». ¿O vamos hacia un nuevo lema para la RAE que sea «el sombrero me lo quito y me lo pongo»? Acabáramos. La tilde de «solo» es tan científica como el michurinismo de Lysenko, las curaciones homeopáticas o el miedo a la sal derramada. Quienes en la RAE se comportan así siguen la filosofía de Humpty Dumpty, consistente en decretar que sus paparruchadas son elixir metafísico.