Esparcimiento canino
Según los últimos datos que maneja la empresa municipal de saneamientos de Córdoba, Sadeco, en la capital hay más de 240.000 animales domésticos censados, la mayoría de ellos perros y gatos. Si tenemos en cuenta que en enero de 2022 el INE recogía una cifra de 319.515 habitantes, eso quiere decir que cabemos a 1,3 animales por cabeza. Resulta por tanto evidente que el Ayuntamiento hace bien en abrir una zona de esparcimiento canino en la Plaza de Andalucía, junto a la Avenida Fray Albino, un poco antes de entrar en el Puente de San Rafael o justo al salir del mismo, a mano izquierda, según vaya usted a Ciudad Jardín o a La Torrecilla.
En ese parque con arbolitos jóvenes recién plantados yo jugué al fútbol, ya talludito. Calculo que con los 15 o 16 años, edad suficiente para saber que el futbito se había acabado para mí si es que alguna vez llegó. Además de balones y chavalotes dándole al esférico había perros, claro. Y gente con perro. Ahora, los perros tienen a la gente. Y la gente, vía ejecución municipal, les ha cedido los parques.
El mundo se ha vuelto un lugar extraño en menos de una década, aunque hace algunos años más que ya apuntaba maneras. Que los idiotas acabarían gobernando nuestras vidas se veía venir. Que nosotros les cederíamos gratuitamente los derechos, permitiendo todas las cookies, ya no tanto.
Lo digo porque el hombre sumiso de hoy adora al perro. Y que nadie con perro se me moleste, porque no hablo sobre el amor a los animales o el respeto y cuidado que merecen, sino a la adoración animalista que humaniza a los bichos – eso de hablarle a Firulais me sigue dando grima- y los coloca por encima de otros lazos afectivos o relaciones (humanas, claro) que son siempre más productivas, recíprocas y enriquecedoras. Al mismo nivel.
Cuando el control de la natalidad se estandarizó e hizo asequible, el hombre occidental creyó encontrar una de las claves más revolucionarias para la libertad personal, para la vida a medida, para ser dueño de sí y prescindir de los imprevistos. Cuando comprobó que los métodos fallaban, legalizó el asunto abortivo engañándose así mismo para interrumpir voluntariamente el error. Cuando comprobó que ya no tenía tiempo ni para una cosa ni para otra, adquirió un perro. O varios. Y le hablaba como el hijo que no tuvo.
En el parque en el que ahora, acertadamente, el Ayuntamiento ha colocado una yimkana cercada para perros, hace menos de diez años jugaban mis hijos con los hijos de otros padres. Como en el Vial. Como en el circuito del Parque Cruz Conde, donde ya fueron colocadas recientemente otras zonas con pistas americanas caninas.
Ahora veo menos niños pero más perros. Menos parque libre pero más cercados. Y perros felices jugando con los humanos, que se agachan obedientes a recoger la caca perruna, para meterla en una bolsa sostenible y depositarla en la papelera más cercana. Justo al lado de los recuerdos y el vacío, mientras se atusa la soledad y las canas. Los perros saltan felices y esparcidos.