El semanario de la anormalidadPaco Ruiz

Sin alforjas

Actualizada 11:12

En un sorprendente arrebato de afecto hacia mi persona, mi esposa estuvo ayer releyendo junto a unas amigas varios artículos de la sección «diario de una cuarentena», escritos por este servidor de ustedes, quien, ajeno a los hechos, escuchaba carcajadas de varias chicas, sin saber, a la postre, que el causante de las mismas era el ingenio de quien les escribe.

Esto, dicho así, parece algo pretencioso, pues en realidad pensaba que el motivo del desparpajo de las amigas obedecía a alguna parida al uso de nuestras gobernantas o, tal vez, a la pose de algún efebo más digno de admiración y benevolencia que el espécimen de sesentón que soy, más que al que me parezco.

Sea como fuere, en nuestra cena de los viernes (los dos solos, como Dios manda en nuestro matrimonio) mi esposa tuvo a bien releerme varios de tales artículos, que principiaron con el del papel higiénico (no pude reírme más), y continuaron durante varios meses para sorpresa de ella y solaz mío, que reencontré en la pandemia una afición aletargada pero no fallida, y que con frecuencia me lleva a las páginas de este periódico para desahogar instintos y recordarme que esta vida es merecedora de ser como poco desdramatizada en todos sus frentes.

Reconozco que la primavera, el «germinal» del calendario revolucionario francés, provoca cierta actitud displicente por mi parte, no sé bien si por mi carácter afrancesado o por mi agitada manera de concebir las cosas, pues bien podía haber nacido gaditano a veces, que otras participo de la sobriedad castellana, pero siempre enamorado de esta brisa cordobesa que acaba moderando mi discurso y aquietando mi sana locura.

Y digo esto porque me cuesta digerir los desmanes cada vez más alarmantes de nuestra vida pública y política.

Pero porque estas piedras que pisamos diariamente fueron tierra de filósofos y médicos, de juristas y matemáticos, de astrónomos y pensadores, cada cual descendiente de padres bíblicos distintos, a pesar de lo cual consiguieron colocar a Córdoba en el centro del Mundo, me siento obligado, una y otra vez, a meditar y expresar con suma quietud cuanto pienso, consciente como soy de que ustedes, mis paisanos, ni son proclives a la risa fácil ni desmerecen al contrario por simple fanatismo.

No, hoy pretendo revitalizar ese sentimiento, el sentido común que toda lógica conlleva, ajeno a las siglas y los partidismos, y cercano a los propios, a la familia y los amigos; al perol, no de las vanidades, sino de los deseos e ilusiones compartidos, del buen hacer de nuestras madres, del sacrificio de nuestros padres, del bien más preciado que nos han dejado, nuestros hermanos, y del regalo de nuestros amigos, los de echar los dientes y los que la vida nos ha ido regalando a lo largo de los años.

Si somos capaces de quitarnos las alforjas que nos imponen diariamente los telediarios, si conseguimos separar la paja del grano y centrar nuestra mente y nuestro corazón en lo importante, comprenderemos que esta patulea de incultos miserables no merecen más que nuestro desprecio o como poco nuestra indiferencia, cuando no la exigencia de que respondan por sus desmanes, ajenos al mundo que gobiernan, manipuladores en su propio beneficio de las conciencias y el bolsillo de todos nosotros, ora condenados ora indultados, ora pesadillas ora sueños húmedos, pero siempre colaboradores necesarios de la desgracia que supone enfrentarnos unos a otros en un juego macabro en el que solo ellos ganan.

Destronemos a los infames, exijamos cordura y vocación de servicio, sobriedad en las formas y en los gastos, responsabilidad en el ejercicio del cargo, colaboración, diálogo y amistad con el contrario, pues ambos sirven o deben servir al mismo fin, el mantenimiento del Estado social y de Derecho que nos impusimos como escenario en el que compartir y avanzar juntos, en el que soñar y disfrutar de la solidaridad bien entendida, aquella que solo puede llevar a dejar nuestros hijos un mundo mejor.

PDA: Protégenos bajo tus alas, San Rafael.

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