Anamnesis del sanchismo
En la discusión ideológica, la izquierda emula a una pared de frontón, acusando a sus oponentes de todo lo que perpetra
Todo político de masas es resumen, quintaesencia, imagen especular de sus representados. Con Sánchez no habrá excepción. Durante el debate del pasado lunes se le vio desquiciado, sudoroso, frenético, sin recursos, boqueando como pez fuera del agua. Eso tras tirarse toda la vida huyendo hacia delante, plastificando el rictus, depurando esa labia de vendedor de burras cojas, engolando tono y mímica hasta untarlos de una melifluidad que, por socorrido contraste, conferiría al satén la textura de la lija.
Es la antítesis de la sinceridad. No alberga ni una micra de verdad. La pureza de su gatería llega al 100%. Los humanos, a veces, mentimos, somos hipócritas, decimos lo que no pensamos y callamos lo que sí pensamos. Transitar la existencia sin una dosis de falsedad utilitaria parece imposible. Aunque nosotros, gente corriente, sacamos también momentos de autenticidad, en los que abrimos el corazón y damos rienda suelta a lo dialógico. De hecho, nos abonamos a creer que ese es nuestro yo genuino, el propio, el que nos hace sentirnos redimidos. Un individuo del perfil citado jamás tendrá tal veleidad. No la avizora.
Son harto raras las personas que no conocen dicho yo verdadero, al padecer una imposibilidad fisiológica de gastar franqueza. No están preparadas para emitir una opinión clara y sencilla, ni para exhibir, siquiera un instante, un gesto leve de empatía. Por eso Sánchez, siendo tan vulgar en lo intelectual y en lo moral, acaba destapándose como espécimen excepcional. No hay muchos como él, con una arquitectura –interior y exterior—tan integralmente delusoria.
Cuando captamos a un mentiroso patológico o compulsivo, concluimos que esa persona miente por disfunción neurológica, amén de por perversas causas volitivas. Estos seres se mentirían incluso a sí mismos, a solas en una cueva de ermitaño. Porque en su cerebro no cabe ajuste corrector entre los factores objetivos y su albur narcisista. Acaso el desplome maxilofacial de Sánchez, igual que la quejumbre de victimismo pueril que se permitió ante Feijóo, fuesen indeliberados. No una consecuencia de verse pillado en sus ardides, sino por tornársele inviable ocultar la impotencia.
Los españoles que se encomendaron antes a su caudillaje, prestándose a bendecir sus manejos, heredarán una parte alícuota de vileza. Aunque no sean como él, sino bobos pagafantas. Les toca compartir con él descrédito y condena. Ignoran cómo seguir sin admitirse errados. Hitler, pese a que dijeran que él solito montó el cisco, pringó a un vasto sector de alemanes, igual que Mussolini, el sanguinario devastador del pueblo etíope, gozó de numerosos adeptos italianos. Es lo que tiene el ventanuco overtoniano: si conviertes en normalidad mediática cuanto supone un crimen, una estafa, una traición y un desbarro, es inevitable que la percepción generada por el caudillo manche a los aplaudidores.
Enrique Santiago, gerifalte comunista y de la agenda 2030, acaba de decir literalmente: «España tiene una desgracia: nuestra derecha nunca ha sido democrática.» La observación es apasionante por lo que muestra sobre el sujeto. Es obvio que una democracia sana no debería tolerar en su seno a enemigos de la democracia, sino dejarlos extramuros. No exigiendo líneas rojas, sino la verja electrificada de su ilegalización. El problema es que quien habla es un leninista confeso. Bocazas que sostuvo que, si quedara impune, correría feliz a la Zarzuela para dar a sus inquilinos idéntico trato que sus colegas rusos al zar y a esa familia.
En la acepción de este prenda, la democracia es una tiranía asesina, que no se corta un pelo al establecer en plan bestia un totalitarismo irreversible. Que la opinión pública española se haya visto arrastrada hasta el ángulo de visión de los verdugos de Paracuellos, de los asesinos y secuestradores etarras, de los supremacistas catalanes que adosaron sendas bombas al cuerpo del alcalde Viola y su esposa para hacerlos papilla, indica hasta qué grado quienes hablan de democracia son su reverso exacto. ¿Se puede desmentir un solo dato de los aducidos por Javier García Isac en su Historia criminal del Partido Socialista, libro de 2022? Si la democracia que jalea la izquierda excluye a la derecha, por falta de cualificación para figurar en ella, el atropello semántico es procaz.
Así que la desgracia es otra cosa. La desgracia es que queden españolitos viendo el mundo por el tragaluz de Enrique Santiago y sus amigos progresistas, y sintiéndose tan demócratas. La desgracia estriba en que, por tal funesto estrabismo, anden con la urticaria que les provoca «la extrema derecha y la derecha extrema», ese quiasmo infantil del que hacen depender no solo su conducta electoral, sino sus fobias. Los oprobios lanzados de continuo contra VOX cada vez resbalan a más gente, en especial entre la juventud y los trabajadores, aunque aún hacen levitar a quienes llevan décadas enganchados a PRISA. Ese rebaño de talluditos, con prehistoria oscurísima, tiene difícil arreglo, pues su adicción es epigenética y sin cura. Les escuece en el alma que un resistente al terrorismo como Santiago Abascal profiera verdades como templos, realice propuestas sensatas y legítimas, abogue por vías parlamentarias para cambiar leyes suicidas y exprese con prudencia el sentir ciudadano.
En la discusión ideológica, la izquierda emula a una pared de frontón, acusando a sus oponentes de todo lo que perpetra. Aquellos a los que odia, los acusa de odio; a quienes dicen lo cierto, los tilda de mentirosos; y a los respetuosos con la constitución, los tacha de extremistas. Lo único seguro es que, igual que el teatrillo de Sánchez, tiene fecha próxima de caducidad. Asimismo la tendrán los embustes y los cambalaches de la memoria histórica. La dichosa ventana se acabará desplazando en sentido contrario, para acceder a zonas menos delirantes y sectarias. Entonces, un sinfín de españoles girará 180 grados y exclamará a coro: «¡Pero si lo dijimos desde el principio!»