Neocomunismo de colorines
La solución a la obesidad no es atestar el parlamento, el gobierno o los puestos relevantes de rotundidad sebácea
«Sumar», llama el Tucán de Fene a su ardid. Se lo chivaría al oído Errejón, tras copiárselo a Laclau. La cuenta de la vieja consiste en ensamblar al tuntún elementos disímiles, que auguren un resentimiento compartido contra los principios de orden, propiedad legítima, equidad, civismo y respeto al prójimo. Lo travisten de reparto justo, empoderamiento, resiliencia sostenible o emergencia climática, cuanto guionicen los maulas, pero es el viejo vicio de romper vidrieras y tirar estatuas, de sustraer, afrentar y dañar, de transgredir y usurpar. Aunque poetizado y gestado por la autoridad competente. ¡Cómo ha degenerado el antiguo sujeto revolucionario, ahora que la famélica legión la ornan orondas tragaldabas! Frente a la clásica lucha de clases del marxismo, de la que renegó Althusser tras asesinar a su mujer y admitir el sindiós de su trayectoria, se trataba de alumbrar un cálculo más provechoso. ¿Cómo juntar suficientes peones, rentabilizar sus complejos de inferioridad, y adjudicar retribuciones a fondo perdido apenas por respirar?
Para azuzar bajos instintos y avivar apetencias, ayuda pregonar que tales «derechos humanos» los pagarán los ricos, es decir, las clases medias, los profesionales, esos seres odiosos que madrugan, producen, sacan adelante familias, pagan impuestos y, pese a todo, insisten en guiar sus vidas. Pagar en el doble sentido de esquilmarlos y de señalarlos como chivos expiatorios. Si bien la revancha puede explotar otros rencores. ¿Así que eres gorda, bruta, mandona, odias a los varones, te repele hacer el amor como las personas normales y eres adicta a los vibradores? Pues ya te has erigido en grupo identitario, en cuota acreedora a privilegio, estructura burocrática, aplauso mediático y mano en el presupuesto. ¡Qué extraño oficio, qué enfermo modus vivendi, menudo afán obsceno este de vender crecepelo progresista, a sabiendas de que timas a la gente, te vales de sus manipuladas ilusiones para lucrarte, los privas de cualquier emancipación, rebajándolos a la condición de víctimas! No cabe caudillismo más cutre.
Porque es evidente de que la solución a la obesidad no es atestar el parlamento, el gobierno o los puestos relevantes de rotundidad sebácea. Tampoco incrementar la proporción de ciegos, sordos, cojos o deficientes mentales en altas magistraturas mitigará tales defectos, ni logrará que quienes los sufren se sientan halagados, o que el país emerja mejor gobernado. No todo minusválido es Stephen Hawking. Sugerirlo es demagogia cruel, un cínico engañabobos. Porque también a ellos le gustaría ser esbeltos figurines, echarse carreritas junto a Biden o ir de Top Gun en el reactor, mientras posan desayunando con Le Monde, juegan a la petanca con los figurantes o alternan en una biblioteca con becarios de total confianza, aun sin saber tampoco elaborar una tesis.
No hay homofobia más represiva y asesina que la de Stalin, el Che Guevara, Fidel Castro o los ayatolas, lo mismo que no hay sistema político que haya despreciado tanto el medio ambiente y destrozado tanto la naturaleza como el comunismo. Cualquier hemeroteca lo atestigua. Que las élites globalistas, a través de organizaciones pantalla como la ONU, la UE, la OMS, el FMI y las demás, hayan puesto en marcha embelecos tan letales como el cambio climático antropogénico o las «políticas de género» se entiende sin problema. Junto con las pandemias, las vacunas con estrambote y el resto de desmanes, su finalidad es reducir en breves lustros un porcentaje sustancial de la población mundial, dejándola en una fracción menor, cooptada por ellas, de la actual. Así se ahorran el alto coste y la devastación inherente a cualquier guerra de exterminio.
Ahora bien, que la izquierda colectivista, mentado sostén de los humildes, gire 180 grados sobre sus posiciones usuales, para comprar esa mercancía averiada, es un chiste grotesco. Ilustra hasta qué punto a sus ideólogos le dan igual ocho que ochenta, Juana que su hermana. Y hasta qué punto sus devotos siervos, según ya sucedía bajo la tiranía soviética, están listos para cambiar bruscamente de ideas, conceptos y actitudes, a toque de silbato. Ellos se creen en el fondo de su alma cada una de las supersticiones sucesivas que asumen de buen grado. Son autómatas felices. Recuerdan no poco a aquellos honrados comunistas de los procesos moscovitas que, sin necesidad de tortura, por amor al Padrecito, confesaban los peores crímenes que no habían cometido, su ficticia complicidad con el capitalismo, antes de ir al patíbulo la mar de persuadidos. Ser leales a la causa, entonces igual que ahora, implicaba dar por sagradas las trolas oficiales, opuestas entre sí, y asumirlas.
Nunca podrían los amos del mundo haber elegido mejor a sus sicarios. La mente del comunista es como barro de alfarero. Le brindas una oportunidad de ufanarse, requisar, matar y humillar, como nos narra el Che en su correspondencia privada, y se estremece de arrobo revolucionario. Marx atribuyó al proletariado industrial unas virtudes roussonianas tan improbables como voluntaristas, cifrándolo como cuna, germen o promesa de un renacimiento ético de la humanidad. De forma paralela, aunque más soez, este neocomunismo de colorines, y sus corifeos horteras, continúan encomendándose a las potencialidades de la selección inversa, a cuanto es rudo, inmoral, violento y deforme. Ello en absoluto denota impronta cristiana, pese a la desfachatez con la que nuestros falsos profetas se proclaman inspirados por el mensaje evangélico. Esta turba de necios, envidiosos e ignorantes, obcecada en construir su atroz versión del hombre nuevo (a modo de engendro fluido, amorfo y deshumanizado), reside con claridad en sus antípodas.