Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

Anatomía de un ego

Actualizada 05:00

Es más grato, aunque no suponga un camino de rosas, leer a Arcadi Espada que escucharle. Cuando habla, sobre todo cuando entra en juego su gestualidad, el continente aplasta al contenido. Diríamos que triunfa el eje autorreferencial, su arte para llamar la atención sobre sí a expensas del mensaje. Y es una lástima, porque el personaje sustenta una cabeza bien amueblada y un grado infrecuente de honradez intelectual. Sus textos escritos, aunque también adolezcan de una acuciosa tendencia a lo onfálico, son más proclives a consentir un acceso productivo a su pensar, única razón por la que un lector práctico se acercaría a un ensayista inteligente.

Pensemos que la retórica, el buen estilo o la plasticidad expresiva son, como apunta John Donne en A su amante yendo a la cama, lo que las joyas, adornos y ropajes suntuosos al cuerpo de la dama: no tanto instrumentos de atracción, según se suele creer, como señuelos para desviar la mirada de la autenticidad desnuda. La prestancia de tales abalorios no se discute, aunque es dudoso que su función consista en realzar las verdades que uno pretende expresar. Por ello es esencial no pasarse en la dosis, al gongorino modo. Una copa de vino puede estimular la creatividad y la empatía; pero una botella entera embotará quizás el conocimiento y la eficacia analítica.

Historia de Arcadio (Barcelona: Península, 2023) es un libro en el que el escritor añoso, llamado Arcadi, explora su yo de medio siglo antes, conocido como Arcadio. Siendo este un joven de su tiempo, comunista, probador de las sexualidades inspiradas por las teorías de Wilhelm Reich, encarna como un guante ese sesentaiochismo con retardo que impregnó la Transición. Ello no es noticia en España, donde las modas foráneas pueden demorarse lustros antes de ser seguidas.

La interesante estructura promete. Que una pluma celosa de la veracidad, deseosa de trascender el biografismo ordinario, se embarque en dicho ejercicio augura una narración sugestiva, máxime si en ese dilatado lapso ha tenido lugar una evolución del testigo desde el bando progresista, en su sentido más netamente generacional, hasta una visión menos almibarada de la izquierda. Empero, no llega a darse, en la percepción del intríngulis hispánico por parte de Espada, un vuelco radical, toda vez que pervive una reserva suficiente de los juicios y prejuicios idiosincrásicos propios del desencuentro entre las dos Españas. Ello le impide ahondar en la elucidación de cómo la Guerra Civil y la lógica posguerra siguen lastrando el contexto de los años setenta (y así hasta nuestros días). En este sentido, su loable admiración por Josep Pla no llega hasta el punto de extraerle las potenciales enseñanzas, designándolo su Virgilio dantesco a la hora de superar los procelosos malentendidos que, hoy en día, gravitan sobre la doxa nacional, singularmente la arrastrada por esa intelligentsia de la que él se siente parte.

Aun así, los reconocimientos y las conclusiones que el Arcadi maduro comparte con nosotros revisten un valor nada exiguo. Eso sí, nos saben a poco, y no por falta de sinceridad autorial. Sino debido a que la mayor parte del libro viene ocupada por otros dos cauces discursivos, ajenos a la edificación sociológica. No se pone en cuestión la justeza de esta elección, toda vez que las lentejas se toman o se dejan, y la soberanía electiva compete al cocinero. Pero si quien lee pretende aprender de dicho cotejo de dos mundos, a modo de arqueología del saber o de genealogía de la moral (por ponernos redichos), al objeto de entender la España de hace décadas como semillero de la actual, o de asimilar cómo de aquellos barros llegaron estos lodos, se verá distraído del empeño.

Las dos líneas temáticas en las que más se complace nuestro prosista son, repetimos, apabullantemente lícitas. La primera es la crónica sentimental de su adolescencia y juventud. Conmueve el esfuerzo realizado para hipostasiar, plasmar y diseccionar una estancia de escasas semanas en un campamento internacional italiano. Existe una obvia desproporción entre el gorrión y los cañonazos, como le confirman una vez y otra los conmilitones de entonces a los que, con ingente esfuerzo, localiza toda una vida después, y que no comparten su fijación en ese pasado intrascendente, ni la curiosidad por unas reliquias documentales conservadas con mimo. Esa recuperación minuciosa e incansable de un yo bastante remoto casa mal con el negacionismo relativo a la unidad ontológica del sujeto y a la continuidad tangible --biológica, psíquica, fenomenológica—de la identidad individual. Algo que se nos antoja una licencia poética o una pose.

Es de elogiar que la obra no renuncie al confesionalismo sexual. Nuestra escritura memorialística suele ser circunspecta cuando no pacata en esa esfera, y poco tiene que ver con la explicitud imperante en el ámbito británico. Ahora bien, en las autoplasmaciones anglosajonas rige la costumbre de retratar al protagonista en situaciones frágiles, desairadas, antiheroicas, acaso porque en esa tradición literaria el modelo original es la llamada autobiografía espiritual de los puritanos, consistente en resaltar las propias miserias en público. En el caso que nos ocupa, tropezamos con un autorretrato antes bien benigno, más bien satisfecho con lo habido.

La segunda derivada que nos desvía y nos aleja de aquello sobre lo que querríamos saber más nace del perfil periodístico tan caro a Espada. Hay en estas páginas una continua reivindicación del periodismo al modo del Tom Wolfe temprano (quien luego desmintiera sus ínfulas contraculturales dedicándose a la novela realista), como género superior a la ficción. Desatendiendo el dicho machadiano de que también la verdad se inventa, se postula de continuo la prelación epistemológica del periodista sobre el literato. No nos recuerda ello tanto esa visión de Eliot del crítico como poeta frustrado, cuanto la expulsión de los poetas de su república a manos de Platón. Como si al gacetillero le hubiera de corresponder el papel de filósofo rey y Thomas Mann fuese, en cambio, un pobre desgraciado.

Sobradamente se constata, en los extensos pasajes del volumen pergeñados en onda de reportero, que el periodista es por oficio un generalista, un todólogo destinado a la absorción y reciclado de materiales vistosos y heterogéneos. Instalado en la superficie de las cosas, aun profesando lo contrario, prueba que su reino no es el del rigor epistémico, el del filósofo o el científico creadores, sino el basado en la más rabiosa actualidad, del último libro popular premiado en Estados Unidos al último artículo de The Atlantic o el New Yorker. Reiterar citas de fuentes en boga como apoyatura de opiniones taxativas, tajantes y ex cáthedra –por ejemplo sobre enigmas como el libre albedrío-- no acaba de convencer. Un periodista es un divulgador, un comunicador, alguien tan digno como entrañable. Pero la sustancia que maneja es la de lo efímero. Ocupar un sitial de estrella mediática no equivale a esgrimir la navaja de Ockham, ni te autoriza a enmendar, lapidariamente, el famoso verso de Wordsworth de que el niño es el padre del hombre.

Pla evidencia la aptitud de formular ideas profundas desde una actitud de aparente modestia. Aquí nos sucede un poco lo contrario, que se acumulan informaciones y datos de durabilidad transitoria mediante el aparato apodíctico que uno guardaría para lo abisal y lo sublime.

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