Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

Lo real

«Son una muchedumbre de gente desquiciada, que apenas cuenta ya con el relato etarra, la mística comunista y la justificación del yihadismo como últimos baluartes»

Actualizada 05:05

Lo peor de Sánchez, Iglesias y sus macabros adláteres vascongado-catalanes –que, como quien se pega un tiro en el pie, odian a España mucho más de lo que aman a su patria chica- aun suponiendo una cuerda de los peores especímenes desde el punto de vista moral, intelectual y profesional que pueblan el presente, no es su vocinglera zafiedad. Ni tampoco su aluvión de monaguillos, maquilladores, matarifes y aplaudidores mediáticos, en verdad aplicados mercenarios, burócratas convenidos y émulos de aquel Eichmann descrito por Hannah Arendt (quien siempre supuso obedecer órdenes, servir con eficacia y abstenerse de cuestionar la bondad de los mandamases). No, lo más patológico son sus forofos, los que apoyaron gratis, adrede, por comodidad, con el desparpajo de quien se rasca un grano o se resarce de alguna afrenta imaginaria o tara íntima, poniéndose para colmo farruco. Seres que son compatriotas y vecinos nuestros, de carne y hueso, provistos de corazoncitos, hipotecas, parentelas y, pese a su servilismo sectario, predilección por la gamba y la chuleta antes que por los grillos.

Si nosotros fuéramos ellos, diríamos que nos sobran, que son ultras, que no respetan la democracia, que son una peste, que habría que roturar su espacio vital con cordones sanitarios, líneas rojas, fumigación antiséptica o agua bendita. Pero no somos ellos, ni nos parecemos a ellos. Soportamos que estén ahí, cometiendo trapisondas. Los sobrellevamos con resignación cristiana, a sabiendas de que, tras cuarenta años de ponzoña mental, les viene, finalmente, el pago aplazado de la rendición de cuentas. Porque han quedado diáfanamente retratados. Pese a haber copado televisiones, universidades, periódicos, instituciones oficiales, ámbitos culturales y demás altavoces de manipulación.

Es menester buscar soluciones, como en las dos Alemanias de posguerra, donde había millones de cómplices y cooperantes del desastre, que pasen por facilitar una reinserción humanitaria. No en vano son una muchedumbre de gente desquiciada, que apenas cuenta ya con el relato etarra, la mística comunista y la justificación del yihadismo como últimos baluartes. Ellos sí que necesitan una «memoria histórica» en forma de lavado de cara piadoso, porque las barbaridades que se han permitido, y que estos días les estallan como minas de ignominia, mendacidad y estupidez a cada paso, son su estertor postrero. La gota de mercurio tóxico que desborda el vaso de una ingeniería social tan suicida como maliciosa. No permanece en pie ninguna de las altisonantes falacias con las que el diario El País, la biblia de todos sus embelecos, envenenó durante décadas las mentes de los españoles. Parecían irrefutables y no eran más que unos cuentacuentos, gestores de un delirio que ha llegado a su final por el impulso de los hechos.

Muchas acendradas pasiones, al cabo, se basan en no haber mirado bien desde un principio. Un enamoramiento hasta las cachas, una amistad a prueba de bombas, el arrobo incondicional ante una obra de arte, o su espejismo, pueden tener los pies de barro. Un día que andas distraído, como quien no quiere la cosa, acaso te da por mirar mejor y resulta que se desmorona tan altivo rascacielos. Es como si te hallas descendiendo un puerto de montaña en una frágil bicicleta de carreras, a toda pastilla, y de súbito caes en la cuenta de que eres incapaz de guardar el equilibrio sobre tu montura. Descubres que eso que creías a pies juntillas, ese evangelio --pues sentimentalismo fanático era tu catálogo de supersticiones-- lo ponían tu imaginación, las ganas de identificarte con un falso fetiche, al que acudías en busca de refrendo, solaz, gregarismo, ensoñamiento placentero. Pero que, igual que uno se cree, sin fundamento, una ilusión, óptica o moral, puede tocarle asistir a su disipación. Es que se ha roto la magia, dicen los cursis. Bien, pero ello no te libra de tu responsabilidad. No te exculpa por, en tu entusiasmo, arrogancia e indolencia, haber metido la pata. Es inviable reintroducir en la botella la leche derramada.

Claro, si no te importa seguir siendo deshonesto y engañarte a ti mismo mientras intentas, despojado de convicción, embaucar también a los demás, lo más socorrido es seguir como si nada y aparentar la fe y la devoción de antaño, aunque ya sean un espantapájaros, un simple trampantojo. Puedes empeñarte en pensar que la honradez y la cordura son fascistas, antiguallas que no acarrean sino problemas. Y que, en el fondo, la hipocresía, el cinismo y la trola equivalen al caldo de cultivo nacional en el que chapotea todo quisque. Pero te anticipo que será flaco consuelo. No funcionará. Cierto que aún subsisten esas arenas movedizas en las que una ortodoxia distópica --transversal la denominan ciertos aspirantes a heredarla, no sabemos si por encargo o por ceguera--, llámese cambio climático, muerte a la agricultura y la ganadería, inmaculado progresismo, agenda 2030, inmigración incontrolada, ataques a la propiedad privada, lucha contra la gordofobia, apología del satisfyer o lo que vayan inventando los políticos y sus jefes, esos magnates globalistas, actúa como vacuna, como alimento para tus neuronas, como costra que lo recubre todo y a tantos se les figura imposible traspasar. De ahí la mórbida fidelidad a las mentiras y los errores circulantes, por mucho que en tu fuero interno intuyas que serán dañinos para los tuyos en el medio plazo. A ver qué votas este julio, ciudadano de izquierdas, y cómo recompones esa versión de lo real que, para tu desgracia, tienes ya hecha añicos.

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