El resentimiento
Hermano del rencor y primo del reconcomio, el resentimiento es una flor indestructible. Siempreviva sin aroma y más perenne que el plástico, su fulgor es gélido, esquinado, un veneno del alma para esos espíritus que estudiaran Nietzsche y Max Scheler. Carece de dignidad, honor y calidad moral, sin que le duela admitirlo. No consume energía ni acusa desgaste, porque es cómodamente compatible con la pasividad. Su hábitat es la sumisión, la espera, la jactancia del acomplejado, la envidia del fingidor. Al ser impermeable a la empatía, facilita el autogobierno inexpugnable, el que rige en la clandestina limitación a uno mismo. Y es que solo responde y vegeta sometido a la luz negra de nuestras simas menos presentables. Al resentido, la relación coste-beneficio de su pasión favorita se le antoja imbatible. Sin tener que esforzarse lo más mínimo, gestiona un pródigo caudal de acreedores, apto para satisfacer las demandas de su afligido apetito.
Si el resentimiento resulta tan popular y usado, es porque no defrauda, al conseguir saciar una demanda que no cesa. Ninguna otra droga, elixir, religión o ideología alcanza semejantes cotas de eficacia a la hora de brindar soluciones narrativas y autobiográficas que oponer a cualquier contingencia, reto o infortunio de la propia vida. Esa convulsión empalagosa y dulce, tan familiar como un vicio arraigado, nos arrulla y acaricia las veinticuatro horas del día. Basta con que busquemos quedarnos a solas un rato, nos repleguemos sobre el ombligo y nos entreguemos a los ricos efluvios de la autocompasión, el amor propio y el encono. De inmediato nos sentiremos justificados, legitimados y al abrigo. Ninguna instancia externa ostentará los galones para juzgarnos, aconsejarnos o alterar nuestro férreo criterio, focalizado en los tiernos recuerdos de todas aquellas injusticias, descalificaciones y contrariedades sufridas en un ayer mítico.
Conseguir tornarlo presencial ad libitum cuenta bastante, y hay quien copia sus notas viejas a la nueva agenda al comenzar el año, para que ningún agravio se le olvide, y pueda seguir repasando las ofensas con fruición si intuye que la desmemoria pudiera provocar alguna merma en el catálogo. Porque lo que nutre al resentido es su sueño de venganza, el anhelo de ver morder el polvo a los supuestos culpables de su desazón. Aunque un resarcimiento de esta clase debe aguardar en lontananza, postergado a un futuro idealmente aplazado, para no gastarse o devaluarse. Puesto que, si por injerencia o fatalidad externas, fuesen anulados los chivos expiatorios, la pérdida sería desastrosa. De darse tal circunstancia, el resentido debería fabricarse un rápido reemplazo, una meta alternativa, una cabeza de turco de postín. Recurso no tan fácil, después de largos años de rutina habituado al mismo enemigo, al mismo objeto de aborrecimiento, a ese fetiche asequible.
Pretender curar al resentido de su enfermedad es inviable. No lo desea. Percibirá cualquier intento como una afrenta, tal la amenaza de una amputación, el riesgo de que le arranquen el más preciado de sus bienes. ¿Nos figuramos cuán insoportable e inútil sería la cotidianeidad mental para el nacionalismo catalán o vasco si no partiesen de la obvia existencia de España para volcar en ella su frustración, su fobia y su ira? ¿Qué los podría sostener, si jamás hubiesen trabado, por ejemplo de niños, conocimiento de una lengua, una historia, una cultura, un imperio planetario y un prestigio universal como los españoles? ¿Cuánto les duraría su feble sacralización de la sardana, la tala de troncos, la cocina tradicional y los localismos lingüísticos? El tedio sería desmoralizante.
En paralelo orden de cosas: ¿podemos siquiera intuir el devastador impacto que tendría, en cada uno de nuestros progresistas biempensantes, el que se les mostrara que carecen de enemigo? ¿Que la extrema derecha y la derecha extrema son tan ciertos e inquietantes como dragones, hipogrifos y mantícoras? Si un día llegasen a operar a alguno de estos píos izquierdistas de las cataratas que les ofuscan el entendimiento, y analizara desde sus propios ojos la realidad de España en el siglo XX, con rigor, ecuanimidad e inteligencia, ¿no plantaría ello un baldón radical en su autoestima? ¿No llegaría a la meridiana conclusión de que su odio y su resentimiento habían sido un desvarío, un espejismo, un penar sin razón? Aunque lo que el resentido no puede jamás permitirse es la rectificación. Tampoco perdonar a los demás, ni perdonarse a sí mismo. Ello equivaldría a ceder su joya más rutilante a cambio de nada, a desprenderse de esa aparatosa mochila que lleva cargando toda su vida, y sin la cual quedaría a la intemperie.
Medio siglo después de su muerte, y pese a una damnatio memoriae equiparable en ferocidad e ingratitud a las que imponían los tiranos más depravados de la antigüedad, Franco sigue constituyendo el epicentro y la obsesión prioritaria dentro del utillaje neuronal de socialistas y comunistas. No cabe concebir peores perdedores. Según reza el cliché, es para hacérselo mirar. Encarnan un sinvivir emocional y una proyección hacia un pasado remoto dignos del resquemor más tóxico. Nada más retro, nostálgico e improductivo que esa morbosidad, esa fijación, esa tara. En herida imposible de cerrar deviene, pues lo acaecido es por definición inamovible. Claro que también es un estigma falso e imaginario, ajeno al tiempo histórico. El caldo de cultivo del más iluso y necio de los autoengaños. Sin necesidad de innovaciones, ni de curas, ni de enseñanzas, esa clase de tirria perdurará eternamente, lo mismo que una siempreviva de plástico.