El semanario de la anormalidadPaco Ruiz

Mi tierra

«Los agricultores de este país, incluidos los que abogan por la independencia de Cataluña, son de lo más honesto de Europa»

Actualizada 05:00

Me preguntaba una noche de estas qué pasaría si junto a las pancartas en defensa del campo, de los ganaderos o agricultores, aparecieran otras reivindicando la independencia para Cataluña, de modo que todos los manifestantes detenidos por orden del gobierno de España, pudieran posteriormente basar su defensa en el más que legitimado derecho de protestar por cualquier medio, y cualesquiera que sean las consecuencias del uso de la violencia, con tal fin.

No hay nada mejor para comparar situaciones, que las mismas sean coetáneas en el tiempo de su dialéctica.

Que los agricultores y ganaderos tienen, no parte, sino toda la razón, es algo más que demostrado, y quien quiera matizar o escurrir el bulto de su discusión, aun empleando el criterio del daño medioambiental, que se usa ora aquí ora allá en función de otros intereses, está al margen de una realidad que difícilmente puede observarse desde un sillón ministerial.

Que por un kilo de naranjas reciba el agricultor 12 céntimos, mientras una bolsa del supermercado cuesta 15 (y así podríamos seguir hasta la saciedad), es algo inaudito. Tanto, que comprendería que dejaran de llegar naranjas a los mercados, pues sin duda los costes de producción hacen inviable rédito alguno.

Y no es que ya sin agricultura ni ganadería nuestras mesas queden vacías, como reza una de las protestas. Es que sin el debido cuidado de tales sectores, los que van a quedar vacíos son los pueblos agrícolas y ganaderos, las pequeñas y medianas granjas, almazaras o cooperativas. Y sobre todo, la frustración de gran parte de la población joven que, por necesidad, se verá obligada a abandonar esa tierra «enferma» que ya cantaba Serrat en” Pueblo blanco”.

No dudo que la producción de las carnes sintéticas de Bill Gates, por cierto, el mayor terrateniente del planeta, requerirán de trabajadores jóvenes que presten sus servicios. Al igual que las grandes multinacionales, ajenas a los desastres de un año de mala cosecha o una lengua azul en una pequeña producción.

Seguirán, cómo no, las macrogranjas de cerdos, cuya carga contaminante parece importar menos a las autoridades. Seguiremos obligando a los barbechos e impidiendo la entresaca en los montes, mientras aumentamos los parques naturales y sus prohibiciones de cultivos para solaz de aquéllos que luego no saben ni controlar un incendio. O seguiremos mirando al lobo como un animalito de Walt Disney por muchas ovejas que mate gracias a su instinto.

Y que no nos confundan. Los agricultores de este país, incluidos los que abogan por la independencia de Cataluña, son de lo más honesto de Europa. Nadie quiere que su producción se vea afectada por productos fitosanitarios ilegales o que de algún modo pudieran casar daño a la salud de las personas. Antes bien, somos el mayor exponente de la producción ecológica en el viejo continente.

Más allá incluso, empiezan a surgir producciones bajo el sello de la agricultura regenerativa, dignas de ser entendidas como vía de transformación de nuestro mundo rural.

La llaman la agricultura de los cuatro retornos, el del capital natural, que busca recuperar la riqueza del suelo y la biodiversidad; el retorno del capital social, para buscar alternativas que hagan del trabajo en el campo un trabajo digno; el del capital financiero, para obtener un beneficio sostenible; y el retorno de la inspiración, que genere un propósito esperanzador en los agricultores y ganaderos que lleve a evitar la despoblación de las zonas rurales e incluso sea foco de atracción para una juventud desilusionada con su futuro.

Pero claro, este escenario bucólico que a todos hace reflexionar, de poco sirve si los poderes públicos no asumen de una vez por todas un papel que permita tales innovaciones a modo de revolución agraria donde, más allá de prorrogar el uso de determinados productos o subvencionar el gasoil, se sienten las bases que hagan mirar a la tierra no desde la cursilería zapateril del viento como dueño de la misma, sino como el germen de una sociedad renovada, respetuosa, libre y más justa.

Una amiga siempre cuenta cómo su abuela insistía en que «la tierra es lo único que permanece».

Hoy, más que nunca, debemos mostrar, al margen de nuestra comprensión, y aún a riesgo de algún atasco, nuestro respeto a los miles de agricultores y ganaderos que con toda justicia, aunque sea por la independencia de Cataluña, salen a las carreteras o inundan las ciudades haciéndose ver y haciéndonos ver de la importancia de ambos sectores en nuestro día a día y de la necesidad de nuestro apoyo hasta donde haga falta.

Mi gratitud a ellos por su valentía y determinación. Y permítanme que salude en especial a los de Puebla de don Fadrique en Granada, a los de Lucena, de Córdoba, de Aguilar de la Frontera y de Santaella, todos ellos «mi tierra».

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