El mal negocio
Cuanto más pueril, dañino y contrafactual es el relato que el gobierno hace salmodiar a su parroquia, más se le ve el plumero
La España derrotada a base de sangre, sudor y lágrimas en 1939 –comunismo, socialismo, separatismo, revolución, pistolerismo político, expropiaciones, destrucción de iglesias, conventos, archivos religiosos y arte sacro de primera magnitud, asesinato masivo de católicos-- ha vuelto. De momento, como parodia, postulando su fervor democrático y travestida de Caperucita Roja. Pero llega con hambre atrasada y rancia ambición. Y eso que, desde las postrimerías del franquismo, y no digamos a partir de los años ochenta, no hemos dejado de mimarla, lisonjearla y cubrirla de dádivas, tal si fuese un tierno okapi al que se rifan las oenegés.
Ella, claro, empezó dejándose querer, feliz ante la obsequiosidad ultraderechista, según ellos nos llaman. Incluso se avino a concesiones hipócritas, como aceptar la bandera oficial desde Carlos III, aunque sin el Águila de San Juan, que data de los Reyes Católicos; y diciéndose homologable al liberalismo occidental. No era de extrañar, porque al menor indicio de sociabilidad, de conducta civilizada, le llovían cátedras, sinecuras, halagos y promociones. Pero esa España derrotada, en su fuero interno, seguía sin estar contenta. Le irritaba tanta cortesía para con su antiguo enemigo, tanta armonía y tolerancia.
Ya que no veía manera aseada de vengarse mediante la violencia usual –eso solo se lo permitían los grupos terroristas hoy redimidos por Sánchez, para Pablo Iglesias los únicos en actuar con acierto--, tocaba la paciencia. Posiblemente imaginó, esa media España «progresista», poder aplicarle a la otra media la técnica de la rana sumergida en agua tibia. Optó, pues, por el gradualismo, ya fuere para ir desespañolizando vastas zonas de España, ya para convertir la educación, los medios de comunicación y la cultura en prédica sectaria, ya para ir rebanando con sagaz disimulo el odioso salchichón del capitalismo, la burguesía, la iniciativa privada y la libertad individual. Eso que se iba ganando. Mientras, aseguraban a la ciudadanía que la temperatura jamás subiría, que los cambios suponían un grato baño de María, tipo hamán andalusí, ideal para batracios ilusos.
Con el 11M le pusieron la tapa a la olla y empezaron a subir el fuego. Los años de Aznar habían resultado espantosos para el éxito de la mitología izquierdista, y España corría serio peligro de convertirse en una democracia próspera, alineada con el gran hermano atlantista. No es que no nos hubiesen hecho perrerías los anglosajones, desde la voladura del Maine al asesinato de Carrero Blanco, sin olvidar infinidad de ruindades protestantes contra el Imperio español. Pero en el tablero internacional hay que escoger, si se puede, el mal menor, y buscar que ello redunde en el bien de tu propia patria. Natural, que ello disgustase a Francia y a Marruecos, y pasara lo que pasó. Y que tan funesta desgracia diera alas a ese sector de españoles que apuesta por que a otros españoles les vaya peor.
La epigenética del antifranquismo es atrabiliaria. No cabe desvarío más chusco. La influencia que ejerce sobre la psique común es abracadabrante, según acredita la versión gubernativa de la historia de España, en especial la referida a la Guerra Civil. Instigadores y víctimas canjean sus papeles en un grácil minueto. Así, se pasan alegremente por alto los testimonios más relevantes de los vencidos, ignorándose las rotundas descalificaciones de Manuel Azaña, calibrado su fracaso, a la Segunda República. A cambio, hay un plácido consenso en echar oprobio y desprecio sobre quienes asumieron la ingrata responsabilidad de tomar en sus manos un país destrozado por la atrocidad criminal, para convertirlo en una sociedad floreciente y en la décima potencia económica del mundo.
Ejemplos de este sainete interminable los hay a porrillo. Al menos en Babel, fue el mismo Yahvé quien confundió las lenguas para que los humanos no pudieran entenderse entre sí. Lo hizo como castigo a su mal comportamiento, porque evidentemente era una gaita que cada cual tuviese una jerga incompatible con el resto. Los carpetovetónicos, sin embargo, no lo ven así. Consideran un avance renunciar a la lengua de Garcilaso y Cervantes, para multiplicar el número de jerigonzas, hablas y rusticidades, poner traductores simultáneos en el Parlamento y declarar cada variante dialectal la esencia metafísica de una identidad excluyente. Tamaña estupidez no solo les sirve para multiplicar el número de parásitos en las diversas administraciones, lastrar la movilidad geográfica, crear discordia entre lugareños y forasteros o someter a la infancia al retraso escolar, la humillación lingüística y la indigencia mental. También torna más difícil que alguna vez despierte una España fuerte, espiritual y generosa, consciente de su noble historia, segura de sí misma y orgullosa de sus valores compartidos.
Cierto que cuanto más pueril, dañino y contrafactual es el relato que el gobierno hace salmodiar a su parroquia, más se le ve el plumero. Y que más dura será la caída, la de todos. No escarmentamos. La quema de los conventos los días 10 a 13 de mayo de 1931 fue mal negocio. La Revolución de Asturias en octubre de 1934 y su millar largo de muertos fueron mal negocio. Falsear las elecciones del 16 de febrero y del 1 de marzo de 1936, y que después la escolta del ministro Prieto raptase y asesinase al líder de la oposición, fue otro mal negocio. Cuanto ahora están armando los epígonos de los que urdieron aquello (y Pedro Sánchez anunció hace no mucho que «Largo Caballero actuó como hoy queremos actuar nosotros»), también lo será. Cuando este sujeto, emulando la melifluidad de Zapatero, perora sobre bulos, fango y odio encarna un caso de libro de proyección defensiva, al atribuir a los demás sus miedos, pulsiones y artimañas.
A lo peor, nuestro cainismo es endémico e incurable. Nada tiene que ver con posturas filosóficas, niveles de renta o bienestar social. Es saña de otro tipo. Acaso nunca nos faltarán aldeanos xenófobos que envidien la prestancia metropolitana. Al igual que seguirá habiendo resentidos acérrimos, emperrados en «que nadie sea más que nadie». Los cuales, como enseña Rafael Chirbes en el último tomo de sus Diarios, no soportan saberse hijo de guardabarrera, cuando otros niños lo han sido de notario. Esa herida no cierra. De ahí su afán por ver sufrir a quienes les superen en patrimonio, saberes, rango o talento.