Elogio de la reyerta
La Feria de Córdoba siempre fue una metáfora de la vida. Uno entraba, pero no sabía si iba a salir
En una de las grandes películas existenciales de la historia del cine, Agárralo como puedas, ese filósofo representado por un teniente de policía, Frank Drebin, reflexiona sobre el bel morir, acerca de la dignidad de la vida humana al final de la existencia, y lo hace con la síntesis y elocuencia de algunos presocráticos: «Un paracaídas que no se abre, quedar atrapado en el engranaje de una máquina, que un lapón te muerda en los huevos. Así es como yo quisiera morir». En tan pocas palabras, sin duda una de las cumbres del pensamiento, el agente interpretado por Leslie Nielsen une a generaciones de seres humanos que ante todo tipo de adversidades miraban cara cara a la muerte de forma valiente, realista y sin autoengaños.
Medito sobre estas sentencias sobrecogedoras al leer en los diarios locales que se ha producido un amago de reyerta multitudinaria en la Feria de Córdoba. Con lágrimas en los ojos compruebo que hubo cargas policiales y requisaron gran cantidad de armas blancas en la caseta Los Lunares. Vivimos tiempos asépticos, donde los hombres recogen la caca de sus perros, los niños no juegan en la calle ni se meten en los charcos con katiuskas. La gente se está haciendo exámenes médicos por gusto para prevenir. Van voluntariamente al proctólogo. Algunos hasta abandonan a su mujer e hijos por él. Todo es ecosostenible y biodegradable. Y ese espíritu de los tiempos también caló hace mucho en El Arenal. Ahora hay casetas con aires acondicionados tan fríos que parecen fabricados por Herederos de Roald Amudsen, diversos espacios a modo de restaurante de lujo, decoraciones realizadas por arquitectos, aplicaciones propias, placas solares para el autoconsumo, medidas para la inclusión social o jornadas gastronómicas.
Se debate mucho sobre el modelo de feria, pero no se entra en su verdadera idiosincrasia. La Feria de Córdoba siempre fue una metáfora de la vida. Uno entraba, pero no sabía si iba a salir. El cordobés asumía que se podía matar en el Destroyer, que había garrafones más poderosos que el aceite de colza adulterado, capaces de sumirte en un coma etílico con la primera copa. Se veían las calles del ferial con personas desmayadas, había una pelea de grupo cada dos pasos, nadie orinaba en los cuartos de baño, la comida tenía salmonela por defecto y una cantidad de grasa que hubiera permitido subsistir a un oso durante su hibernación con probar una patata frita. Existía mucha menos estabilidad al andar, y el zig-zag se consideraba el modo normal de desplazarse por el recinto. Quien utilizaba la zona de descanso era considerado mariquita. Los cacharros rechinaban, los ponys se desbocaban, y en el río se intercambiaban todo tipo de enfermedades de transmisión sexual. Todo ello aderezado con la guinda de atracciones concebidas antes de que naciera Abbás Ibn Firnás, como el Látigo Macareno o el Gusano Loco, tan añoradas. Había familias que se metían en el Gusano Loco y cuando quitaban el toldo ya no estaban. ¿Y qué decir de los patrones? La Chochona y el Perrito Piloto, seres mitológicos tras la máscara del peluche.
Antes uno iba a El Arenal y cuando volvía al hogar tenía las constantes vitales de un paciente en cuidados intensivos. Ahora se va uno a casa más descansado tras una cata de aoves y un menú degustación servido por un cocinero estrella. ¿Pero qué es esto? ¿Por qué se asume con esta mansedumbre? ¿Alguien se atreverá a llevarlo a la comisión de feria del Ayuntamiento?
El modelo de feria no sólo pasa por que se acerque a Sevilla, Jerez o Málaga. El modelo de feria no sólo se basa en que haya o no casetas tradicionales con estructuras fijas todo el año. El modelo de feria no sólo se centra en si este o aquel recinto resulta idóneo. Cuando hablamos de modelo de feria, hablamos del alma de la feria. Y ésta se ha perdido. Ya nadie coge una moña espantosa tomando vino dulce de Cariñena con su barquillo. En la cazuela loca, el operario no puede lanzar a las jóvenes de un lado a otro para que se les vea la ropa interior, pues sería detenido. En el tren de la bruja los niños salen sin sangre en la cabeza. ¿Y la noria? Ah, la noria. Hace ya mucho que está compuesta de cómodas calesas cerradas, tan distante de aquella a hierro visto capaz de generar terror en los alpinistas con su mera visión desde lejos.
La feria se ha reducido de 172 a 83 casetas desde que se trasladó a El Arenal. Y se responsabiliza a cualquier cosa, salvo a lo esencial, su espíritu maltrecho.
Recordemos las palabras de Frank Drebin. Recemos por el Látigo Macareno y el Gusano Loco. Recuperemos la reyerta, que es un poco como volver a la infancia, pero terminando en la Cruz Roja. Volvamos, en suma, a esa feria que permitía, a veces, un bel morir, pues «Un bel morir tutta una vita onora».