Firma InvitadaAntonio Morales López

La moderna Odisea y el joven Brassens

Actualizada 04:30

Antes de comenzar el verano asistí accidentalmente a una charla que no me correspondía. No es que estuviese huroneando, sino que llegó al lugar la amiga de la amiga de la amiga y se sentó a tomar el café con los presentes para cantar sus muy trágicas coplillas de moderna víctima de la cortesía masculina.

Todo sucedió en un chaparrón vespertino, camino de vuelta de la biblioteca que a nuestra joven Odisea pilló al descubierto, en esto que un chico con paraguas se ofreció a pasear de vuelta con ella hasta el punto más cercano que tuviesen en común sobre la ruta de ella o hasta que escampara. Subiendo entonces desde la esquina de Plaza Cristo de Gracia, por la calle María Auxiliadora, fueron caminando y conversando. Ya saben, de lo que uno suele hablar, nada fuera del más común de los sentidos ni del más estricto arte de conversar: ¿Cómo te llamas? ¿Y tú qué estudias? ¿En qué curso estás?… Tal vez el autor esté faltando a la verdad de la narración original, pues a mí la historia me fue narrada como una novela de terror que va desembocar en la revelación de un ser abyecto, peludo, de horripilantes fauces repletas de dientes apiñados unos sobre otros, con mortíferas zarpas en descarnadas manos mortecinas.

Pues sí, el paseo continuó hacia San Lorenzo, Santa María de Gracia… hasta llegar al punto de despedida frente al Ayuntamiento, un trayecto total, a paso de paseante que aprovecha la cercanía de un paraguas y la compañía de una chica, de no más de diez minutos. Cesó la lluvia y cada cuál se fue para su lugar. Pero, esperen, no crean que la historia ha llegado a su final; aún falta el desenlace: ¡Qué descorteses ustedes en su impaciencia! ¿A caso tienen otra cosa que leer? Pues bien, prosigo. ¿Cuál creen ustedes que es el terrible, atroz e imperdonable acto de impudor cometido por nuestro antagonista? Una animalada, sin duda. Una inexcusable irreverencia, más propia de un animal, en estos tiempos de desquicie e inseguridad, ¿es que no lo han adivinado aún? Pues lo que hizo fue pedirle su teléfono a la chica, ¿por qué? Porque le había caído bien, porque le había gustado, porque tenía un interés libidinoso en ella: ¡A saber por qué! Tal vez, y sólo tal vez, porque así funcionan las relaciones humanas.

La conclusión de nuestra Divina Odisea fue que hay que andarse con mil ojos, que es increíble que haya que ir con miedo por la calle porque te pueda tocar un loco de estos que te piden el teléfono sin conocerte. La cantinela de siempre. Y no pudo menos que ensartar el ojo al autopercibido Príncipe Azul, metamorfoseado en el temible Polifemo, con la punta del paraguas y salir huyendo a grandes trancos para, en un próximo acto, seguir su Farsalia contra la caballerosidad patriarcal.

Y hace ya décadas lo cantaba Brassens: ¿A quién se le ocurre en estos días ofrecer una rosa a desconocidas para adornar su blusa? ¿A quién se le ocurre brindar con desconocidos? ¿Qué desalmado ofrece un apretón de manos a otro hombre que no conoce? Sólo por perpetuar la especie, sólo por perpetuar la amistad, sólo por perpetuar el mecanismo de un mundo que durante siglos ha seguido girando en perfecta coordinación engrasado por un mismo aceite, la etérea y liviana humanidad; y que ahora resulta ser una excrecencia cancerígena.

Un profesor me dijo una vez que mi generación tenía un problema con el contacto físico, que parecía que nos teníamos miedo. Al principio no lo terminaba de entender, ahora, ya veo a qué se refería. Y por ahí seguirá, nuestro joven Brassens, con su paraguazo en la nariz, su vino esparcido por toda la cara y su escupitajo en la palma de la mano tendida. Mientras que la pestilencia del «wokismo» emana de las alcantarillas en vaporadas límpidas que todo el mundo aspira y asume sin preguntarse en qué punto de la historia, en qué momento exacto del eje cronológico de nuestra corta civilización, nos hemos vuelto imbéciles.

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