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Currentzis en Plaza Ópera

Actualizada 04:30

Hace pocos días tuve la increíble oportunidad de poder asistir a uno de los conciertazos del año en el auditorio nacional: Teodor Currentzis en la batuta con la orquesta de su creación musicAeterna.

El amigo Teodor es un gigante de casi dos metros de envergadura -o al menos eso me parecía a mi desde abajo-, con cara de niño malo y un corte de pelo cuadriculado al estilo trovador. Su indumentaria también lo hacía inigualable: pantalones vaqueros de pitillo, camisa negra con los botones por atrás y un pendiente brillante, algo inusual en su profesión. Hay que tener muchos bemoles para salir así en un ambiente todavía de añejo abolengo. La cosa fue magistral. Nos encandiló a todos los presentes. Tal vez lo más increíble fueron las dos propinas que nos regaló: «Danza de los caballeros» de Romeo y Julieta de Prokoviev y el «Adagietto no.5» de Mahler.

Mientras se movía majestuosamente en el reducido campo de juego que tienen los directores me vino súbitamente a la cabeza la imagen de otro escenario parecido: otra orquesta con director. Los lunes desde hace más de dos años nos vamos al atardecer a repartir alimentos, en pleno centro de Madrid, a la plaza de Ópera. Se forman dos colas enormes, una de mujeres y otra de hombres, de unas trescientas personas. Yo me subo siempre a un ancho bordillo, donde confluyen las dos colas, y miro a mi orquesta desde arriba. A mis pies los primeros violines: los menas de calle que cada lunes se cuelan invariablemente por la derecha y por la izquierda hasta los primeros puestos. Tras ellos, los instrumentos de cuerda: los ya conocidos por asistir lunes tras lunes. Está también el trombón -el grandullón que llamo yo- un tío enorme, sosegado y silencioso que de vez en cuando suelta un bocinazo reclamando su espacio vital y evitando atropellos de otros músicos. Y yo, como director, desde mi posición contempló lo que sucede e intentó dar paso a unos y otros instrumentos según la partitura grandiosa de la vida de la calle. ¡Qué gran orquesta la mía!

Me preguntan de vez en cuando que hacemos allí. Para qué sirve. Qué pregunta. Para lo que sirven todas las orquestas y directores del mundo, para dar belleza y hacer más humana y bonita la ciudad, nuestra sociedad. Desde arriba hasta los bajos fondos de la ciudad. En todos estos lados y sitios de la urbe, en los sitios claros y en los oscuros, los de arriba y los de abajo, se necesita belleza y humanidad. Y yo pertenezco a una de las mejores orquestas del mundo y de más belleza jamás vista.

Antes de ejecutar el Adagietto de la quinta sinfonía de Mahler el director nos pidió que guardásemos silencio y al acabar fue él mismo quien retuvo los aplausos. En ese larguísimo silencio de casi 10 segundos, y conmovido por la belleza que acababa de acontecer, empecé a recitar de memoria el viejo salmo 62 que se reza siempre en domingos y festivos: «O Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada sin agua (…) Toda mi vida te bendeciré y alzare las manos invocándote (…) y a la sombra de tus alas canto con júbilo.» ¡Qué preciosa imagen aparece en el culmen de la acción humana, tanto en el instante de máxima tensión de un concierto como en la cola de los que esperan con ansia que empiece el reparto: un águila que con sus alas protege a sus pequeños!

Uno intuye entonces que nunca ha habido, ni habrá, separación entre la acción humana y el silencio. Es en los momentos de máxima intensidad humana cuando aparece el deseo, el salto, hacia Algo-mas-grande: Dios.

¡Qué maravilla este Dios bueno que nos cobija y da sombra siempre, tanto a los que no lo saben como a los que lo esperan!

¡Qué maravilla esta profesión de director de orquesta! Que arte y estilo y ternura se requiere ¡Vivir a la altura de lo humano! ¡Que arte tan grande hecho de un largo camino! Qué grande esta vida.

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