Por derechoLuis Marín Sicilia

El último asalto

Actualizada 04:30

El sistema de ingreso en los altos cuerpos del Estado ha sido en España, desde su implantación, uno de los ascensores sociales más justos y eficaces. Las oposiciones han servido para hacer viable que, al frente de los organismos más exigentes y rigurosos de la función pública, accedieran las personas mejor preparadas en virtud de una serie de pruebas, escritas y orales, que garantizaran su capacidad y conocimientos que redundarían en beneficio de los administrados y de la independencia de las distintas funciones que, en un Estado de Derecho, son esenciales para evitar abusos y conductas irregulares.

Un partido socialista, totalmente «podemizado» por Pedro Sánchez, está empeñado en cargarse la independencia judicial porque la misma es el último dique que frena su inequívoca vocación totalitaria. Y para lograrlo lleva insistiendo en una falsedad como que la selección de los jueces es poco menos que elitista porque acceden a la carrera judicial sólo los ricos, cuando la realidad es que la mayor parte de los jueces procede de las capas bajas y medias de la sociedad. Con ese mensaje de engañabobos, el sanchismo ha parido un proyecto de reforma del acceso a la carrera judicial, cuya finalidad no es la mejora del servicio ni de las pruebas selectivas para ingresar en la carrera judicial, sino la manera de controlar al tercer poder y favorecer el coladero de fidelidades y el oscurantismo en el proceso de selección, algo que se patentiza en la supresión de la prueba oral abierta al público (que era la máxima garantía de transparencia y objetividad), en el anonimato pretendido en las pruebas escritas y en la potenciación del cuarto turno como coladero de leales amiguetes.

Los actuales jueces y fiscales no lo son por proceder de familias ricas, una de las mayores mentiras con las que Sánchez pretende manipular a la masa de desinformados que le sirve de sostén. La maniobra sanchista lo que pretende es ocupar el poder judicial mediante el acceso masificado de interinos y otros fieles, razón por la que ha venido limitando la convocatoria de oposiciones, pese a la necesidad de cubrir muchas plazas de jueces que eran atendidas interinamente por sustitutos a los que ahora se pretende incorporar a la Judicatura por la puerta falsa.

La izquierda está empeñada en transmitir la imagen de que los jueces son «niños ricos» y poco menos que herederos del franquismo, cuando en realidad, como ocurre en los grandes cuerpos de la Administración, son personas de extracción social de las clases medias y mayoritariamente modestas, con un importante espíritu de sacrificio, que han dedicado los mejores años de su juventud a formarse para poner sus conocimientos al servicio del bien común. Si los argumentos esgrimidos para modificar el sistema de acceso a la carrera fueran auténticos y la inquietud social que la inspira fuera cierta, no se explica por qué no extienden las innovaciones pretendidas para el acceso a los demás cuerpos del Estado como Abogados del Estado, Notarios, Registradores, Letrados del Consejo de Estado, Carrera Diplomatica y otros cuerpos de élite. Porque también debieran facilitarse becas y las demás ventajas económicas para los aspirantes a la carrera judicial, a las familias modestas que, según la demagógica justificación, pretendan acceder a estos otros cuerpos punteros de la Administración.

Por muchas vueltas que quieran darle, la lógica nos lleva a entender que estas reformas del sistema judicial están íntimamente relacionadas con la delicada situación en que se encuentra el entorno sanchista. Las iniciativas de Sánchez con la conocida como Ley Begoña que expulsa a la acción popular de los procesos penales, la retroactividad de esa norma, la toma de Telefónica, de manera vergonzosa para las normas del buen gobierno de sociedades cotizadas, que junto a otra mediatizada como Indra deberá informar sobre ciertas actuaciones puestas en entredicho en sede judicial, el borrado de teléfonos y el cambio de móviles que protagonizan fiscales y cargos públicos vinculados a la Moncloa, son muestras sobradas de que el sanchismo es hoy un movimiento que en nada envidia al llevado a cabo en los primeros momentos del chavismo venezolano. Y si no reacciona la sociedad española, el gobernante con menos respaldo popular de toda la historia democrática española puede llevarnos a una situación de lamentables consecuencias.

El síndrome de Hubris lo padecen personas con un ego desmedido y un desprecio por las opiniones y necesidades de los demás. Sánchez desprecia a los demás y le traen al pairo sus opiniones. Por ello no soporta que se esté investigando a su círculo más cercano y está dispuesto a someter a los jueces en su último ataque a la separación de poderes. La vergüenza es que haya jueces en su Gobierno que aguanten sin pestañear tales desafueros. Estos y todos los fieles corderos que balan a su alrededor se lamentarán cuando constaten que su esfuerzo sumiso no les sirve para nada al experimentar lo que dijo el científico alemán George Lichtenberg de personajes como Sánchez: «en realidad solo había dos personas en el mundo a las que amaba ardientemente: una, su máximo adulador de turno, y la otra, él mismo». Ese es Pedro Sánchez, autor del último asalto a la independencia judicial porque para los hombres sin principios, como diría Montesquieu, los intereses particulares hacen olvidar fácilmente los públicos.

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