Otra matanza masiva de la banda criminal  ETA, esta vez en Barcelona.

Otra matanza masiva de la banda criminal ETA, esta vez en Barcelona.

Crónicas castizas

Edurne llegó tarde a su cita con el horror

Un hombre celoso oscila entre lo peligroso y el ridículo. Aitor piensa que es mejor no decirle que lo sabe y se lo dice. Edurne, que también es europea, mantiene el gesto impávido, pero archiva el dato sobre el que luego soltará una coz, porque además es mujer

«Nadie puede decir quién comenzó, pero estaban ahí, obligatoriamente unidos, condenados a sobrevivir sobre el cadáver de la esperanza común...». Edurne le escucha sobrecogida, admirada más por la forma que por el fondo, fascinada por su genio y aburrida por su inercia. Aitor seguía hablando con la seguridad que dan los treinta y tantos años recorriendo mundo frente a los veintiuno hoy recalados en Vallecas, tierra de Iglesias. Ambos proceden de las muchas familias que salieron de Vascongadas cuando ETA pintaba en bastos, ahora pinta en oros.

En la primera cita Edurne amó por primera vez, sin esperar a la tercera como pontifica Hollywood. Aitor estaba un poco molesto por ello. No quería, o así lo pensaba, establecer un vínculo sentimental que pudiera dar lugar a compromisos. Sabía que la primera vez es difícil de olvidar. La suya fue en una fiesta, borracho, embrutecido y torpe, una torpeza que le ha seguido durante mucho tiempo. Aitor calla y le viene a la cabeza la de veces que habrá dicho lo mismo, las ideas-tópicos. Calla y acelera el paso inconscientemente y Edurne tiene que dar breves trotes para seguirle. Se sientan en una terraza del Retiro. Un desarrapado arenga a los perturbados paseantes que, europeos ellos, procuran hacerse los suecos y evitar mirarle para que no se les pegue: «Hace días se cumplió el aniversario de Hiroshima, de Enola Gay. Cohen seguirá florece en Canadá y los chicos del 68 son yuppies avezados». El orador continúa desbarrando y Aitor nota que le agradan esos desatinos como sonido de fondo.

Fuegos creados que no puedo amar, a menos de renunciar a otros más altos. Habré de aceptar, en mi pobreza, a amar al fuego allá donde ardaLeonard Cohen

Piensa en voz alta. –«Sabemos qué vamos a pedir, cuál va a ser la conversación si salimos a cenar o comprar algo. Pero hablamos el mismo idioma, pensamos en el mismo segundo sentido de cada palabra. Soñamos estéril y secretamente con lo mismo. Edurne no le escucha, sus sueños son otros, remueve su cabellera roja para llamar la atención, excusada por el calor, y Aitor al mirarla lamenta ser civilizado. Ella es la referencia obligada a resignarse sin más aventuras que las programadas, «fuegos creados que no puedo amar, a menos de renunciar a otros más altos. Habré de aceptar, en mi pobreza, a amar al fuego allá donde arda», recita al poeta canadiense.

Edurne juega a vivir, a ser adulta, sorprendida de la sutileza de la mutación, del paso «de niña a mujer» que dijo el rico. «¿Cuándo he dejé la adolescencia ?», se interroga. Somos tan sensibles como antes, pero mucho más cínicos y aburridos, comenta. Aitor la deja hacer pensando «sabe acariciar en la mesa de una terraza pero es un pato en la cama». La mira intensamente, poco cariño difuminado y mucho deseo de posesión reprimido. Edurne le sigue el juego, le gusta pero evita el fuego. Prefiere su desenvoltura a quienes le parecen insípidos niños con más granos que dinero. Pero en realidad es con ellos con quienes ríe relajada.

Sabe que él procurará estar a solas, en unos encuentros tensos buscando la seducción. Edurne teme y acierta ser proclamada públicamente como conquista. Abrió su propia veda sin esperanzas de permanencia. Pero es imaginativa. Le habla de él, le inventa. Intenta perturbarle y cree que fracasa. A Edurne le gusta adivinarle, unas veces dice cosas aplicables a miles y otras sólo a Rasputín o a don Juan Tenorio. Ambos coinciden en el gusto por lo intenso, lo secreto. Quieren ser iniciados de una nueva secta. Se atribuyen poderes perversos quiméricos cual brujas de Zugarramurdi, potencialidades visionarias. Juegan al juego con la seriedad ilusoria que exige cualquier juego. Ninguno se ha tirado aún desde el tejado para demostrar sus insólitos talentos.

Se repiten que el cerebro está infrautilizado, que tenemos muchas funciones en desuso. Citan mucho a Einstein aunque nunca viene.

Aitor la besa rozando, ella descubre ese beso juguetona. Él se aburre un poco durante esos largos periodos; su afán bloquea su placer. Piensa en Quevedo que decía vivir «amancebado con su propia mano». A Edurne le sigue el deseo, lo sabe, empieza a servirse de ello. Ha tardado en descubrirlo y lo regatea, lo usa, fresca y pícara. Para algo es de las Arenas, se jacta ella, mucho menos procaz de lo que finge aparentar.

Están en casa. ¿Dónde iban a acabar si no? Miran hacia fuera, asomados a la terraza, insistiéndose uno a otro para que pongan una cinta. La música rebaja el rebullir de la calle. Aitor pontifica cáustico lo que llama «superávit de putas madrileño». Edurne mira y descodifica dureza por cinismo, Le replica: –La calle siempre es una alternativa que le queda a la mujer: «Aunque sólo sea a nivel teórico, nos lo planteamos muchas»–. Edurne continúa hablando. Es un huracán de ideas embarulladas que se enreda con las palabras. Vivifica y cansa, según la dosis. Se prodiga permitiendo a Aitor acomodarse en el silencio de la mirada de interés que usa en las aulas de Arquitectura mientras piensa en las musarañas, ¡menudo uso del entrenamiento adquirido en las tediosas horas de clase! Jamás supuso que le iba a ser útil con las chicas locuaces.

Edurne ya no le pregunta de dónde viene, quién es; Aitor se oculta en una capa de misterio, la recomienda invariablemente la lectura de su carnet de identidad, «si sabes leer», añade irónico. Edurne se sonríe, «ingenioso es un rato, pero se repite», piensa oyéndole. Aitor se siente añoso y cómodo en su desigual relación. Piensa que con la adolescencia se va el amor concreto, concentrado sobre algo o alguien. Se mira y encoge la cintura, continúa divagando... «que si los años y los kilos difuminan ese amor, generalizándolo, que si al ensancharlo reducimos su intensidad».

De tarde en tarde baja de sus alturas petulantes y escucha las peroratas anárquicas de Edurne para perderse de nuevo. Recuerda haber leído en algún lado algo sobre el pensamiento et reo nonato hasta la senilidad, hasta la desaparición de la tiranía de la carne, devaluado por la vejez y subjetivizado por la experiencia personal. Piensa en voz alta: «Cada día me ocurre más», y lo achaca a las copas y al despiste familiar. Edurne le mira y desnuda torpemente su hombro, busca provocarle. Él se ríe. Se besan, se abrazan. Las caricias son infantiles en Edurne, excéntricas y osadas en Aitor. El abrazo es perfecto. Caen al suelo y temerosos se detienen. Edurne comienza a hablar nerviosa y alegre rompiendo el encanto.

–Estoy saliendo con un tío. Ni siquiera me ha tocado. Vamos, quiero decir de verdad. –«Como las personas mayores», se ríe él. –¡Tonto!–. Le golpea y libera sus dedos entre la camisa aralar de Aitor que ella considera una horterada. Continúa, mientras se estira indolente. –Además, tú le conoces. Es Arturo. Seguro que te habías dado cuenta–. Aitor asiente y calla, se mesa la barba rala. Recuerda que el mismo Arturo le comentó el domingo en el Rastro que no salían; quedaban y se veían, «pero eso no es salir», se defendía Arturo. Aitor sonríe. ¿Cuántas veces habrá oído decir eso o lo habrá dicho él ante otros aparentando indiferencia? Y luego a cabrearse como un mandril cuando otro, así avisado, se adelanta ventajosamente con tu pareja, y encima hay que poner cara de europeo sin permitir que se note el mosqueo. Un hombre celoso oscila entre peligroso y el ridículo.

Aitor piensa que es mejor no decírselo y se lo dice. Edurne, que también es europea, mantiene el gesto impávido pero archiva el dato sobre el que luego soltará una coz, porque además es mujer por biología y porque lo ha decidido. En ese momento decide aceptar la invitación de Arturo para un viaje rápido a Barcelona del que no hablará a Aitor, que sólo piensa en lo único y lo único que hace al respecto es pensar.

Es el día del cumpleaños de Edurne. Charla y espera con sus amigas, viendo avanzar juntos hacia ellas a Arturo y Aitor. «Tanto monta, monta tanto», les comenta burlona. Al llegar cruzan largas miradas, escamando a los asistentes. En un momento, Edurne anuncia que va al servicio y Aitor se ofrece a acompañarla.–No os mosqueéis si tarda–, avisa medio en broma. -Yo vuelvo ahora mismo- informa Edurne a la concurrencia que se carcajea del chasqueado Romeo. «No te enfades» dice mientras desaparecen en las entrañas del antro lóbrego de turno. Le coge la mano, salta, baila, se restriega contra él, quien se mantiene hierático como una estatua. Tras los batientes, en el cruce de servicios, ellos/ellas, se besan. Es Aitor quien se desanuda . Edurne está arrebolada y palpita perceptiblemente. Aitor enmarca su cara con las manos y la besa sin pasión, con ternura. se siente algo caballero y bastante gilipollas. Edurne se arremolina a su lado y le acaricia, piel y voz. - ¿Qué piensas?- le susurra. -«No descubrí hasta que te fuiste que tenías el más perfecto de los traseros, perdóname por no haberme enamorado de tu cara ni de tu conversación» la despide con otra cita de Cohen. No le sobra el talento pero sí la memoria. La ciñe por la cintura devolviéndola a la reunión . «Son tus invitados, atiéndelos», la despide. Será Edurne quien se separe antes de llegar. No volverán a mirarse hasta el adiós, esperando él impaciente que el coche de Arturo arranque de una vez. Lo ignoran, pero no se volverán a ver.

El destino los divorciará en el atroz , ¿cuándo no lo son? atentado terrorista de ETA en un Hiper de Barcelona donde Edurne viajó con Arturo. La muerte que regateó en Vasconia la esperaba flemática en Cataluña.

En el entierro alguien citará desacertado a Paul Morand: «La superioridad de la guerra civil sobre las otras guerras es que se conoce a aquel que se mata».

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