
Elena Diaz de las Cortina y Rogelio Vázquez de Castro a su regreso a España
Crónicas castizas
La fuga del Infante de Marina
El ayudante del oficial se arrojó en medio de los perseguidores y demoró la persecución. Al ver a su ayudante en apuros, Rogelio quiso volver, pero el valiente le gritó que huyera o su sacrificio habría sido en vano
Hace tiempo, más allá de las memorias de los que entonces vivieron, Rogelio Vázquez de Castro y Pérez de Vargas, oficial de Infantería de Marina, vivía con su mujer, Elena Díez de la Cortina y de Olaeta, en la base española de Cavite, Filipinas, donde había nacido su hija Rosario. Allí estaba destinado Rogelio en una guarnición de Infantería de Marina española, entonces la más antigua del mundo, creada por voluntad del césar Carlos I. Favoreciendo los intereses de Washington se extendió la rebelión de los tagalos, como había ocurrido en Cuba con los mambises.
Rogelio y sus infantes de Marina combatieron contra ellos con valor. Pero finalmente fueron capturados por los filipinos insurrectos y sometidos a maltratos y humillaciones. Todavía quedaba mucho para que el conocido líder independentista Emilio Aguinaldo confesase en público su arrepentimiento, según dijo, por «haberme independizado de España».
El primer presidente filipino lamentó haber dejado de ser español. Tardaron en darse cuenta de que la madre Patria les trataba mejor de lo que lo haría su nueva madrastra norteamericana.
Harto de soportar la crueldad de los insurgentes, Rogelio, como oficial español, decidió fugarse del campo donde les tenían encerrados. Puso manos a la obra y logró salir de allí. Pero al ser descubierta de forma inmediata la fuga por los tagalos, corrieron detrás de los españoles. El ayudante del oficial se arrojó en medio de los perseguidores y demoró la persecución. Al ver a su ayudante en apuros, Rogelio quiso volver, pero el valiente le gritó que huyera o su sacrificio habría sido en vano. Con el corazón en un puño, Rogelio siguió corriendo hasta llegar a un campo, perseguido por los tagalos. Y en la llanura divisó a un grupo de jinetes que al verle desenvainaban los sables y se dirigían hacia él.Rogelio pensó que no era mala forma de morir, al menos mejor que fallecer torturado. Y creyó saber que eran sus últimas horas. Cuál sería su sorpresa cuando el grupo de caballería de los Estados Unidos superó al militar de la Armada española, sorprendido en medio de la llanura, sin rozarle y cargó sobre los tagalos que le perseguían. Poco después de disolver a los acosadores volvieron hacia él. El hombre que mandaba a ese grupo de jinetes bajó de su caballo y le ofreció su sable diciéndole, en un español chapurreado, que nunca había visto un oficial español sin su sable y no iba a empezar ahora.
Rogelio, sorprendido de estar vivo y atendido con cortesía, tomó el arma que le ofrecía y, cabalgando la grupa de uno de los caballos, llegó a la base del escuadrón de Caballería de los Estados Unidos, donde los americanos le dieron alojamiento en el pabellón de oficiales y fue atendido como uno más de sus mandos en la cantina de los mismos, bajo palabra de honor de no fugarse, que al principio se mostró remiso a dar hasta que supo de la rendición de España.
A pesar de estar agasajado con todos los honores, Rogelio manifestó su voluntad de regresar a su patria, dado que su país se había retirado de las Filipinas. Y los norteamericanos aprovecharon el primer barco que iba hacia Europa para embarcar a Rogelio en él tras una cordial despedida. El abuelo de mi padre, tras muchas peripecias, logró volver a su patria. Y quizás esta sea con toda probabilidad una de las razones que expliquen por qué mi abuela Rosario, su hija, nunca hablaba mal de los yanquis, como ella los llamaba.
Poco después, terminado el Imperio español, en 1931 la Infantería de Marina española, creada en 1537, fue disuelta. Pero esa es ya otra historia.