Gastronomía
La riqueza de los mercados de abastos, donde palpita la vida
Pierden su esencia porque hay una competencia extraordinaria con las grandes superficies
Los mercados de abastos son una de las mejores formas de tomar el pulso de una ciudad. Visitarlos es comprender en primera persona cómo funciona la alimentación, qué les gusta a sus habitantes y qué oferta tienen. Es la primera explicación de qué comen y qué no. El paseo por uno de estos mercados, si se mira detenidamente y con un poco de curiosidad, es como un libro que narra una historia apasionante, que es la historia de las personas y sus alimentos.
En primer lugar, el mercado cuenta la historia de la oferta. Seguro que paseando a través de sus pasillos observamos que priman unos productos sobre otros, y que un mercado en una localidad costera nos proporcionará una alegre abundancia de pescado, algunos incluso poco conocidos. O que otro en zona de cría de ganado porcino nos va a proporcionar un gran regocijo al comprobar la calidad de la carne, y más aún al encontrar un corte poco habitual y quizás sabroso. La oferta, además del territorio, nos hablará de la temporada, porque no es lo mismo asomarse a hacer la compra en primavera que a finales de otoño.
Los puestos de setas suelen ser espectaculares en otoño, por ejemplo. Es cierto que las nuevas técnicas de producción nos traen a una época en la que parece que el tiempo no cuenta, así que disponemos de tomates, naranjas y cordero en cualquier momento del año. Pero aún hay matices, porque no vamos a encontrar fresas o cerezas siempre, por ejemplo. Las generaciones más jóvenes han olvidado –o no han conocido– que había que tener paciencia para comer buenos albaricoques, o para disfrutar de zumos de naranja invernales que nos recuperaban de cualquier resfriado, o el deleite de la llegada de los primeros melocotones. La abundancia en cualquier época es muy agradable, pero la calidad de los productos de temporada es impagable.
La segunda historia que narra el mercado es que su oferta también es expresión de los gustos de sus compradores, de los platos que se preparan mayoritariamente, de las combinaciones de productos y, en definitiva, de su gastronomía. Hasta el desplazamiento más corto nos cuenta una historia en cualquier mercado que visitemos. Si nos acercamos a una localidad más pequeña probablemente nos falten productos de importación y ganen los locales. O haya alguno que nos sorprenda. Recuerdo los mercados gallegos y sus delicados y contundentes panes de maíz, por ejemplo. O los mercados del corazón de Castilla con unas delicadas chuletillas de cordero que es complejo encontrar en otros sitios y la abundancia de legumbres. Por su parte, el mercado de abastos de Huelva es fascinante, con todo tipo de pescados y mariscos, a cuál mejor y sorprendente.
Así que esta historia, que es la oferta, nos proporcionará las bases para que se desarrollen unas fórmulas determinadas de gastronomía. O quizás sea al revés, y las tradiciones gastronómicas provoquen que los mercados tradicionales ofrezcan unas cosas y no otras. En las grandes ciudades, los mercados de abastos tienen otra fórmula: ofrecen todo y de todo, así que si uno llega de otra ciudad siempre va a encontrar en estos (posiblemente) una gran cantidad de productos con los que repetir sus platos tradicionales. Y eso ha ocurrido siempre, tampoco es nuevo. Ocurre en Madrid o Bilbao y sucedió también en Roma.
La tercera historia es que la oferta de un mercado no solo es expresión de los grandes productos, es también la voz de lo pequeño. No son solamente los espectaculares mariscos, o las piezas de carnes nobles, sino esos cortes que son típicos de un sitio y no de otros, esas denominaciones que pueden confundir al comprador (el lagartillo de Córdoba es el pez de la ternera, por ejemplo) o esos productos que llegan a sorprender como las almesas en el mercado de Cádiz.
Ahora están en temporada las avellanas y las castañas, las nueces pacanas y pronto la nuez española estará en auge. Solo hay que abrir los ojos y pasear para comprobar cuantas sorpresas puede proporcionarnos un mercado de abastos. Y causa cierta tristeza encontrar que pierden vida porque hay una competencia extraordinaria con las grandes superficies, que son muy cómodas, pero les falta la humanidad del pescadero contando cómo se consigue que los calamares queden tiernos en un guiso.
No crean que los actuales son los únicos mercados, en realidad repetimos costumbres milenarias que hemos ido mejorando. Los romanos tenían mercados periódicos, además de los otros que se abrían cada día, probablemente muy parecidos a los actuales de abastos. Los macellum eran enormes edificios muy bien organizados para la llegada de productos y el paso de los transeúntes. En los mejores y más selectos mercados había incluso tanques de agua para adquirir los pescados frescos.
En estos mercados romanos, los diferentes productos se ubicaban en zonas separadas que actuaban casi como mercados independientes: carnes, pescados, frutas y hortalizas, zonas con puestos de productos exquisitos, otros de especias y hierbas o tiendas de vino y quesos. Pero todos ellos estaban controlados por las autoridades, con vigilancia en la puerta, por si fuera necesario dirimir los problemas de pesos y medidas.
Estaban perfectamente organizados y la vida fluía en ellos, la gente se encontraba y aprovecha. Los nundinae eran esos otros que se celebraban cada nueve días, y que formaban parte del ciclo de la vida cotidiana, marcando su ritmo con una agradable regularidad. Cuando se celebraban, los hortelanos, agricultores y ganaderos del entorno de la ciudad se desplazaban hasta esta para ofrecer sus productos. Era un día de fiesta, de paseo y de regocijo, no de trabajo. La gente aprovechaba para ir de compras y disfrutar de los alimentos frescos.
Nada de esto es nuevo, nos repetimos siglo tras siglo, nos siguen importando cosas muy similares, entre ellas comer bien y estar sanos. Este agitado panorama actual provoca que la vuelta a esas pequeñas cosas cotidianas sencillas y placenteras sea tan agradable. Visitar estos mercados es el placer del viajero gastrónomo, que no se deja impresionar por los platos más caros y prefiere rebuscar en los puestos sencillos, que palpitan de vida y de agradables sorpresas.