Cuando comer se convierte una cuestión ideológica: carne de laboratorio y hormigas
Esta sociedad confusa y confundida, polarizada y chirriante, ofrece una cuantiosa, ideología detrás de cada plato
Cuando comer era simplemente comer, las cosas eran más sencillas. Si uno podía iba a un buen restaurante en el que no le hacían pensar si era de un signo político u otro, en el que le trataban igualmente bien a cambio de que pagara una cuenta razonable en relación con lo ofrecido. Y nada más. Uno salía tan contento de haber disfrutado de los menús que había seleccionado, a veces incluso chispeante por un buen vino.
Pero hoy no. Esta sociedad confusa y confundida, polarizada y chirriante, ofrece una cuantiosa, ideología detrás de cada plato. Tras cada oferta industrial, de restauración o doméstica hay un interés evidente en convertirse en tendencia, en desarrollar un negocio, en procurar asentarse, especialmente entre los más jóvenes. Algunas veces solamente son modas, que pasarán y otras vendrán a ocupar su lugar, como ha sucedido siempre; sin embargo, es peor cuando ocultas bajo las novedades hay intención más allá de la moda. Y en el colmo de la paradoja, a pesar de clamar por el planeta y la sostenibilidad, muchas de estas marginan a la naturaleza.
En realidad, comer siempre ha sido expresión de algo, pero no de esta forma. Veamos. Comer siempre es expresión de innumerables cuestiones: la primera la capacidad adquisitiva del comensal. También su posición social, incluso su religión, y de cuestiones muy personales como si el individuo es frugal o glotón y hasta si ese día está o no contento, si padece alguna enfermedad, y es joven o anciano. Así que uno elige lo que desea en atención a estas y otras premisas personales. Pero al hincarle el diente a un suculento chuletón nadie pensaba en si hacía mal, si no era sostenible o con eso perjudicaba al planeta. Muchos sindicalistas han disfrutado de mariscadas descomunales sin perjuicio de que nadie pensara si podían ser de derechas. Y otros célebres vegetarianos como Pitágoras, Gandhi o Einstein no han sido acusados de ser de izquierdas por su anhelo de verde. Ante un buen plato siempre ha primado la libertad de elección sin necesidad de provocar confusión al comensal, pero, eso sí, con materias primas naturales hasta hoy. Pero eso empieza a ser el pasado.
Hoy estamos viviendo una distorsión ideológica que se expresa mediante el consumo de ciertos alimentos. Es posible que la clave sea el interés de grandes corporaciones, lobbies y grupos industriales con el fin de forzarnos a sufrir una alimentación concreta, vinculada con un pensamiento, uno sólo: el de ellos. Que con mucha seguridad tiene un gran negocio detrás, que es el de los nuevos productos (no los denominaré alimentos).
El apellido sostenible
Y así aparecen entre estas posibilidades los insectos, la leche sintética, la carne de laboratorio, las imitaciones de queso, las dietas veganas y todo tipo de iniciativas que siempre llevan el apellido «sostenible». Que además funcionan con un absolutismo extraordinario y una enorme agresividad en sus planteamientos y sus acciones. Juegan con la ignorancia y el interés puestos sobre la mesa, y así, podemos oír opiniones tan peculiares como que «comer fresas fuera de temporada significa que estamos explotando a otra parte del mundo», Yolanda Díaz dixit. Peculiar opinión, sí, cuando a la vicepresidenta no se le ha ocurrido que quizás adquirir bienes a otros países provoque el desarrollo de su industria agroalimentaria. Aunque ha fallado dos de dos, ya que el de las fresas es un ejemplo mal elegido porque Huelva en primer lugar y después Canarias y la comarca del Maresme son los tres grandes productores que abastecen España.
Pues convengamos en que debe ser importante el comer, el como comer y el qué comer, cuando tantos intereses convergen en hacernos olvidar la dieta tradicional para implantar novedades que no tienen nada que ver con la producción de alimentos vinculados con nuestra cultura. Porque este siniestro movimiento no trata de mejorar la alimentación, sino de modificar el patrón cultural que subyace bajo ella. Eso es justamente lo grave. Este intento de cambio inducido y que no es una cuestión de mejora, sino de modificación, una vuelta más de tuerca para promover una transformación que no nos va a traer nada positivo.
No se trata de seguir formando a la población para mostrar los beneficios de la dieta mediterránea, o de ayudar a equilibrar los nutrientes, o de reevaluar la pirámide alimentaria o el índice SCORE, es un asunto muy diferente y estructurado. Pero esta batalla aún se está librando.
Y no todo está perdido. Junto a este nefasto intento hay muchas instituciones y personas trabajando en el cuidado y la protección del Patrimonio Inmaterial. Cuidando con mimo los productos, repitiendo los platos tradicionales y estudiando sus raíces. Entre ellas, la Real Academia de Gastronomía y las Academias locales están haciendo un gran papel.
Un patrimonio lo será mientras esté vivo, lo que significa que se disfrute y se consuma, que haya personas vinculadas con esa tradición en los distintos procesos que van de la tierra y el mar a la mesa. Y todavía muchos platos tradicionales se siguen elaborando en las casas y en muchos restaurantes. Ahora que llega el otoño ¡por fin! Parece que se abren las ganas de volver a la cocina y damos entrada a los innumerables cocidos y guisos, estofados de carne y hortalizas, sopejas y cremas. Migas y setas, castañas, calabazas y calderetas harán nuestras delicias, por no hablar de la carne de caza, ya en plena temporada. Innumerables sopas de ajo, arroces caldosos y sustanciosos caldos empiezan a aparecer en las mesas
Empieza la temporada de platos reconfortantes, que nos devuelve al placer de esas comidas familiares de cuchara, de compartir y disfrutar. De verduras de invierno, de guisos marineros y suculentas carnes. Ojalá que esos intentos de comida artificial no se extiendan, porque además de alterar nuestra tierra y nuestra cultura, desconocemos cómo pueden repercutir en la salud. Sin embargo, los alimentos naturales y los platos que preparamos con ellos nos han traído hasta aquí. Muchos de ellos se pueden perfeccionar, seguro, pero las recetas que dan forma al patrimonio gastronómico de España son innumerables, están contrastados por la evidencia de los siglos, y donde va a parar, son infinitamente más placenteras.