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Busto de Aureliano anteriormente identificado como Claudius Gothicus

Busto de Aureliano anteriormente identificado como Claudius Gothicus

Aureliano, el Emperador que «restauró» el mundo

Militar y reformista, se encargó de rehabilitar al completo una Roma decaída que, tras una larga crisis, estaba necesitada de su fuerte y estricta figura

Aureliano es uno de esos emperadores del Siglo III que merecen un capítulo aparte. Si hubiera gobernado justo después de Marco Aurelio seguro habría formado parte de la ilustre lista de los buenos emperadores. Sin embargo durante la dura crisis del siglo III, momento en el que la inestabilidad política, militar y por ende social y económica se adueña del Imperio, Aureliano ha pasado un poco desapercibido a pesar de su importancia.

Heredero de un imperio ruinoso

Tras la muerte de Claudio II se eligió a Quintilo como emperador, pero la elección del Senado romano fue contestada por las legiones estacionadas en Sirmio, en la dura frontera danubiana y donde se encontraban las mejores legiones del Imperio.

El ilirio (uno de los más ilustres de estos emperadores venido de Iliria, una región romana en lo que ahora son los países balcánicos) se enfrentaría a la corrupción generalizada, el saqueo de las arcas del estado y un imperio débil que conservaba menos de la mitad de su antiguo territorio.

Aparte de las invasiones bárbaras, que empezaban a presionar el limes romano, el imperio se había dividido: al este estaba el Imperio de Palmira, apoyado por los persas; que había tomado todo el Oriente Medio desde Egipto hasta el centro de Anatolia, con capital en Palmira y gobernado por la mítica Zenobia, y por el oeste estaba el Imperio Galorromano en toda la Galia, Germania romana y Britania; Hispania seguía siendo leal a Roma.

Los dos primeros años de su reinado (del 270 al 272) los gastó fortaleciendo su poder político dentro del Imperio y atacando a los bárbaros a los que derrotó definitivamente tanto de la frontera danubiana como del norte de Italia, donde querían entrar cruzando el Danubio. Estas derrotas trajeron estabilidad a la frontera norte y dieron grandes esperanzas en un emperador militarmente efectivo.

La siguiente campaña fue contra Palmira para reconquistar todo el Oriente Medio, avanzando casi sin resistencia, ya que, a pesar de que había sido reconocido como emperador por Palmira, de facto no tenía poder ahí por lo que una vez cerrado el frente bárbaro se dirigió hacia el oeste encontrando resistencia sólo en Bizancio y Tiana. En esta última ciudad cuenta la leyenda que Aureliano, un emperador muy severo pero justo, destruía todas las ciudades que se resistían, menos Tiana, ya que se le apareció en un sueño (en unas versiones) o en un visión (según otras) el sabio Apolonio de Tiana con el ruego de que, si quería gobernar, no debía de destruir la ciudad.

A su paso caen los enemigos

Los romanos penetraron en territorio de Palmira donde se libraron tres batallas definitivas: Irmae, Edessa y Palmira, donde puso sitio a la ciudad; que acabó cayendo y capturando a Zenobia, que desfilaría en Roma. Hubo resistencias y levantamientos que fueron sofocados por Aureliano en el territorio de Palmira. En Egipto tuvo choques con los persas y con el usurpador Firmo, razón por la cual volvió a Palmira y la destruyó permitiendo a sus soldados saquear la ciudad.

Una vez reconquistado el tercio oriental, sofocada la resistencia y con la frontera persa estabilizada le llegó el turno a Tétrico, el emperador galorromano, que perdió el imperio en una campaña veloz y aplastante rindiéndose con su hijo a Aureliano, que lo exhibió en un desfile triunfal junto con Zenobia siendo más tarde liberado y enviado como gobernador a una oscura región del sur de Italia donde nunca más causó ningún problema.

En apenas cuatro años había restaurado el imperio, estabilizado fronteras y se lanzó a las reformas. Una de ellas era económica y consistía en acabar con la corrupción que rodeaba a los acuñadores de moneda, que robaban parte de la plata destinada a acuñar las monedas y producían dinero con menos plata real de la que se suponía que debía tener, provocando una devaluación del dinero. Esto provocó la revuelta de los acuñadores con Felicísimo como cabeza, que aunque murió rápido (seguramente asesinado), el levantamiento continuó con apoyo de algunos senadores que al final, tras la batalla del Celio en Roma, fueron ejecutados.

Tras esto vino la reforma con la producción del «antoniano», una moneda con un 5% de plata (20 de esas monedas equivalían a un denario en cantidad de plata) por lo que los ciudadanos romanos empezaron a confiar de nuevo en el sistema económico, arrasado tras las guerras civiles del siglo III.

Sin embargo su reforma religiosa será especialmente llamativa. El éxito del imperio hizo que la división de ciudadanos en ciudadanos romanos, latinos y peregrinos (con diversos derechos y obligaciones) fuera un problema económico por lo que unas décadas antes Caracalla en su «Constitución Antoniana» otorgó a todos los ciudadanos libres del Imperio la ciudadanía romana, en principio como forma de recaudación y así llenar las arcas pero más tarde esto daría lugar a una interpretación política.

Un Imperio romano y una ciudadanía romana implicaba, tarde o temprano, la homogeneidad ideológica a través de la religión. Aureliano, que no persiguió a los cristianos porque incluso estos llegaron a pedirle auxilio en una controversia religiosa relativa a las herejías en Antioquía como última instancia para resolver el problema.

El crecimiento del cristianismo en sus múltiples formas y la expansión del Judaísmo así como de otras religiones como el mitraísmo o el neoplatonismo de Plotino (que había sustituido al estoicismo del principado romano), hizo que Aureliano impulsara un Dios de estado lo suficientemente común, prácticamente en una forma de ecumenismo, que sustituyera las prácticas paganas ya en declive y que las otras religiones pasaran al ámbito privado siendo el dominio público de este Dios, el «Sol Invicto», lo suficientemente difuso como para no chocar con las creencias de otras religiones.

Esta idea consistía en una evolución de la idea de ciudadanía. Este proyecto, que fracasó por su prematuro asesinato; es el precursor de la idea del Imperio como Dominado (ya que Aureliano se hacía llamar como Dios y señor nato en algunas monedas) lo que implica un creciente absolutismo. Desde Augusto hasta Diocleciano el Imperio había sido principado, el emperador como Princeps, el primero de los ciudadanos y tras Diocleciano hasta Rómulo Augústulo (en Occidente) y hasta el último emperador bizantino (en el Oriente) el emperador era el Dominus (señor) del Imperio pasando al Dominado.

Referencia de los grandes emperadores

Sin embargo Aureliano no sólo fue el precursor de la nueva visión absolutista del Imperio (normal tras el colapso del sistema institucional durante la Crisis del Siglo III) sino que con su idea del «Sol Invicto» inspiró a Constantino a, sobre el absolutismo de Diocleciano, proclamar el Imperio cristiano con el Edicto de Milán y el Concilio de Nicea en detrimento de las otras creencias (lo que Aureliano no deseaba, al menos en el tiempo de su gobierno, si hubiera vivido más no se sabe qué hubiera ocurrido).

El imperio de Constantino, reunificado de nuevo tras la división de Diocleciano, tomó la idea de Aureliano pero en lugar de usar un dios creado políticamente usó una creencia con bastante recorrido en el imperio y bien extendida: el Cristianismo, y lo ejecutó exitosamente naciendo el Imperio cristiano que será totalmente sancionado en época de Teodosio mediante la simbólica penitencia del emperador frente a San Ambrosio de Milán.

Aureliano tal vez haya pasado sin pena ni gloria pero fue considerado restaurator orbis (restaurador del mundo) en un momento en el que el imperio estuvo a punto de caer, dándole doscientos años más de historia a Roma. Fue precursor del dominado y de Constantino dotando al edicto de Caracalla de una nueva dimensión con su nueva religión, proyecto que acabó siendo completado con la fe de Cristo que ahora gobierna gran parte del antiguo Imperio Romano.

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