La defensa de la avanzadilla del Lugar Nuevo
El relato del sargento de la Guardia Civil Crescencio Burón sobre el sitio del Santuario de la Virgen de la Cabeza (Andújar) durante la Guerra Civil
El sargento de la Guardia Civil Crescencio Burón Rodríguez fue uno de los defensores del Santuario de la Virgen de la Cabeza (Andújar). Estuvo casi todo el tiempo del asedio en la posición de Lugar Nuevo, destacamento que considero no ha tenido la atención historiográfica que se merece, porque ha sido oscurecida por la posición principal del cerro del Santuario.
El 7 de abril de 1937, Burón mandaba la avanzadilla de Lugar Nuevo, con 23 hombres armados sólo con fusiles, y rechazó un fuerte ataque enemigo con tres compañías de fusiles, apoyadas por aviación, tanques, artillería y morteros. Pero, dejemos que lo narre él, pues dejó un detallado relato de esta heroica defensa:
El último ataque a Lugar Nuevo
En el mes de abril de 1937 empezaba la primavera a lucir sus galas y en aquella Sierra Morena, se notaba toda su exuberancia, en las madroñeras y jarales.
Lugar Nuevo, avanzadilla del campamento de Santa María de la Cabeza, como enfáticamente la llamaba el capitán Cortés, tenía como a unos 300 metros, un montículo completamente salvaje, posición llave de este punto conocido con el nombre de Cerro; todas las elevaciones próximas las habíamos puesto nombre, para mejor orientarnos y, entre ellas, citaré al cerro de Asalto, el Pelado, el de los Pinos, el Quemado, etc., que cada uno tenía su historia.
El nuestro, como digo, lo denominábamos simplemente el Cerro, este nombre se usaba para nombrar el servicio o cualquier otro asunto relacionado con él y todos lo entendíamos.
La vigilancia en el mismo consistía diariamente en una clase, sargento o cabo y once números, guardias o paisanos, los que se dividían en tres parapetos, colocándose cuatro en el primero, tres en el segundo y otros cuatro en el tercero, estando la posición dominada por el cerro de los Rayos y el Quemado con fuerzas rojas.
Uno de los días de dicho mes, el 7 si mal no recuerdo, había un sol espléndido, por lo que las fuerzas de servicio, sin descuidar la vigilancia, tomábamos el sol, comentando, como siempre, lo que haríamos cuando nos liberaran y sobre todo los panecillos tiernos que nos íbamos a comer, el cigarro que íbamos a fumar, preguntando cuál era el mayor papel para hacer el cigarro más gordo, etc., esto no quitaba para que cada uno se dedicara a sus cosas, unos se dedicaban a hacer palillos de dientes, cuando allí no había dientes que limpiar, otros se cosían el calzado como podían, otros limpiaban el armamento y así, entre charlas y bromas, se pasaba el rato, hasta que era interrumpido por una voz que decía: «¡Fulano, que ya es la hora del relevo!».
El nombrado se levantaba, se ajustaba su armamento y se encaminaba al punto de relevo; llegaba el saliente y cómo si viniera de algún punto lejano, cuando en realidad estaba a unos 20 metros, se le preguntaba: «¿Qué hay por ahí?».
Así era, durante toda la mañana, se oía un ronroneo que, de cuando en cuando, nos hacía volver la cabeza en dirección a Andújar y como nada se veía volvíamos a nuestra charla, que siempre con el mismo tema, salvo alguna variante, hacíamos conjeturas sobre lo que nos traería nuestra aviación, que llevaba unos días que no faltaba y como nos echaba prensa nacional, comentábamos sus noticias que, muy alentadoras, nos servían de inyección para que nuestro ánimo no decayera.
Sobre las diez de la mañana y cuando más tranquilos estábamos, sentimos una voces que partían del primer parapeto que, en tono desesperado decían: «¡Los tanques! ¡los tanques! Mi sargento, que vienen los tanques».
Reina el alboroto, todo es desconcierto y al fin, calmados los ánimos, nos dirigimos hasta dicho punto, donde el guardia que daba las voces nos indicaba con su dedo temblón, donde un tanque se encontraba, el que era arrastrado por un tractor y, al momento, pudimos ver otro, que de la misma forma asomaba entre los árboles del cerro de los Pinos.
El sargento jefe de la posición hizo ver a su fuerza que no había porque apurarse, toda vez que, como ellos veían, el terreno era muy escabroso y de ninguna forma podían llegar hasta allí, que si lo intentaban tenían tiempo de prepararse y recibirlos como sabían hacerlo.
Se mandó un enlace al teniente participándole lo que ocurría y que con urgencia mandara los gemelos, para ver mejor las intenciones del enemigo y poner los medios de evitarlo.
Como es de suponer, todo eran cábalas y conjeturas, pero nadie podía afirmar ni asegurar lo que los rojos intentaban.
Así las cosas, vemos un avión que, en plan de reconocimiento, no hacía más que volar por encima de sus posiciones, viendo como éstas ponían paineles, sin duda para saber dónde aquellas se encontraban y evitar confusión en el ataque que se esperaba.
«Once hombres, con un simple fusil»
No quiero decir cómo estaríamos aquellos once hombres, con un simple fusil por toda defensa, viendo todos aquellos preparativos, que presagiar un ataque de envergadura.
El sargento pensó poner también paineles para despistar al enemigo, pero, ante el temor que esto pudiera servir para hacer más eficaz la puntería, desistió de ello.
Distribuye sus fuerzas, da sus instrucciones, recomendando mucha serenidad, tirar sobre seguro y muy atento a sus voces de mando.
Los puestos se refuerzan con diez hombres más y un cabo que, a la vez, nos trajeron, en unas cajas de municiones, 12 bombas, una pistola ametralladora y los gemelos, con los que pudimos ver como los rojos, con toda tranquilidad y sin que nadie los molestara, colocaban los tanques (cuatro) en posición y luego de esto encendían una lumbre, sin duda para comer, nosotros a una distancia de 1.000 metros y con fusil, poco les podíamos hacer.
En un estado de nervios tremendo y sin tener nada que comer, nos tuvieron hasta las dos de la tarde, hora en que comenzó el «fregao».
El inicio de la batalla
Los tanques disparaban sobre las posiciones y otros dos sobre Lugar Nuevo. En el cerro Quemado, colocaron unos morteros que nos freían.
Hasta hacía cosa de un mes, en nuestras posiciones sólo habíamos tenido unas malas trincheras y algún que otro refugio muy deficiente; esto fue debido a las cartas y noticias que nos traía nuestra aviación, tales como: «se está preparando en Córdoba una columna para ir por vosotros», «vuestra liberación es cuestión de días», «pronto os abrazaremos» y así por el estilo, con esto, quién era el guapo que cogía un pico, si era cuestión de días.
Como a pesar de todo, el asedio continuaba y a los rojos los suponíamos mejor preparados, se oían cornetas, se les veía mejor aviación, nos voceaban que tenían mejor armamento, total, que el teniente, con buen acierto, dispuso que se nombrase a un brigada, con conocimientos de albañilería, se dedicara a fortificar el Cerro, y lo hicieron tan bien, que esto fue lo que salvó, en el ataque que narro, que la fuerza que lo defendía muriera sin defensa alguna.
Pero, la Santísima Virgen de la Cabeza que nunca nos había abandonado, no podía hacerlo en esta ocasión y entre disparo y disparo, pensamos en ella y la suponíamos metida en una alacena de la sacristía, dónde se la ocultó al empezar la demolición de su camarín que, en la fecha que relato, se encontraba completamente derruido.
Después de dos horas de intenso cañoneo y fuego de morteros y cuando nos creían completamente deshechos, intenta la infantería roja el avance por el tercer parapeto, ya que así podrían cogernos entre dos fuegos; el cabo que mandaba este puesto, algo precipitado, rompe el fuego y les hace huir como comadrejas a ocultarse en sus trincheras; nuevo fuego intenso de sus armas mortíferas y nosotros con toda la rabia y coraje, que es de suponer, esperando que iniciaran un nuevo avance para darles su merecido.
Ya, mediada la tarde, vemos aparecer tres soberbias «pavas» rojas a gran altura, las que después de dar unas vueltas sobre nosotros, que no sabíamos dónde meternos, se dirigieron al Lugar Nuevo y sobre él vemos con horror descargar sus bombas, que sólo el ruido de las mismas, al caer nos llenó de espanto y cerrando los ojos, pudieron ver con gran alegría que todas caían en el campo, donde hicieron unos embudos en los que cabía un camión y que de haber caído alguna de ellas sobre el edificio, lo hubiéramos visto desaparecer como castillo de naipes.
Sobre las siete horas, pudimos oír con claridad cómo daban la orden de retirada, cesando poco a poco el fuego, hasta que, con las últimas luces del día, todo quedó en calma.
Salimos de nuestros refugios y reduciendo la vigilancia a lo indispensable, comentábamos nuestra buena suerte al no haber resultado ni un triste herido; calmados los nervios, fumábamos un cigarrillo que nos sabía a gloria (nos había echado tabaco nuestra aviación el día anterior) cuando sentimos un silbido, como de bomba de aviación, una explosión y una nube de tierra que nos cegaba; nadie se explicaba este fenómeno, pero viendo lo que fuera había caído, escarbamos en la tierra, sacando una cosa redonda de metal que, después de correr varias manos, uno de ellos nos explicó que se trataba de una granada del 81 de marca francesa. Esto nos dio la explicación de aquellas bombas que caían sobre nosotros sin saber de dónde las tiraban.
Vimos salir a nuestro relevo del Lugar, cuando el sargento ordenó a tres guardias se dieran una vuelta alrededor de las posiciones, dijo el sargento, marcharon los tres nombrados por las trincheras adelante y, al momento, sentimos nuevo silbido y una explosión, esta vez ya sabíamos lo que era.
El sargento, presintiendo lo que podía haber ocurrido, mandó a otro guardia en seguimiento de los anteriores, y al momento volvió con el que iba en último lugar. El herido manifestaba que sus compañeros habían muerto.
Yo soy de los que creo que el destino de cada uno se encuentra escrito en el Gran Libro y, lo allí estampado, no hay medio de contrarrestarlo.
Al empezar el ataque, el sargento hizo presente a uno de los fallecidos que no se cobijara en la chabola, punto muy visible y que ofrecía un blanco estupendo, por encontrarse cubierto con las latas de los tubos en la que nuestra aviación nos mandaba los comestibles, que con los rayos del sol brillaban y se veía desde el Santuario, pero estaba escrito que tenía que morir allí y así fue.
Toda nuestra alegría se convirtió en tristeza y el último morterazo que, como salva nos lanzaron, se despedía de esta manera.
Nuestra rabia fue tan grande, que el sargento se vio «negro» para contener a su personal, que quería vengar la muerte de sus compañeros, lanzándose a las trincheras rojas; los epítetos lanzados contra ellos, tampoco son para ser descritos y de esta forma desahogamos nuestro coraje.
Pero, ¿cómo comunicábamos a las familias que se encontraban en el lugar del fallecimiento de sus esposos? ¿qué le diríamos a aquellas pobres mujeres que, con toda el ansia, nos estaban esperando a nuestra llegada?
Llevábamos ocho meses de ataques y bombardeos, y fuera de algún herido leve, no teníamos que lamentar ninguna desgracia de esta naturaleza y cuando ya nos disponíamos a regresar a nuestro punto de descanso, llenos de satisfacción por el deber cumplido, la despedida de aquellas fieras nos causó la muerte de dos compañeros.
Que Dios y la Virgen Morena, los tengan en su Gloria.