La Hispania prerromana: un mundo de caballos y jinetes
El animal adquirió un simbolismo muy profundo: se vinculó al mundo funerario, pero también a la identidad y simbología de élites aristocráticas
En la Hispania prerromana, durante la Edad del Hierro, existían varios elementos que servían para marcar una diferencia de clase entre el grupo de élites dirigentes y el resto de la población: la vestimenta y los artefactos de lujo, la posesión de armas, la de tierras y ganado… Sin embargo, el más significativo de todos fue, sin duda, el caballo. Por ser un animal tan significativo, el caballo adquirió un simbolismo muy profundo: se vinculó, por un lado, al mundo funerario, como ente psicopompo, unido a los cultos de las divinidades solares y, por otro (quizás como consecuencia), a la identidad y simbología de las élites aristocráticas.
Desde la Edad del Bronce se observa cómo el caballo estaba presente en los cambios socioeconómicos que daban en la Península. ¿Y por qué este animal adquirió un papel tan relevante? Para empezar, la posesión de un caballo implica necesariamente tener un cierto nivel económico que pudiera hacer frente a su alto coste. El mantenimiento (y los arreos) eran caros, además, se necesitaba una infraestructura vinculada con los pastos (para obtener el forraje) e instalaciones y establos para su alojamiento. La cría y el entrenamiento de estos animales para la monta, y sobre todo para la guerra, eran también procesos largos y complicados, en los que no podrían emplear muchos esfuerzos quienes tuviesen que mantenerse a sí mismos. Por otra parte, las actividades que vinculan al ser humano con los caballos (la caza, la guerra, etc.) siempre han estado unidas a características asimiladas por las élites.
Tenemos una gran riqueza de fuentes que documentan la relación de los pueblos prerromanos peninsulares con el caballo, empezando por las fuentes literarias. Estos textos se enmarcan en una línea cronológica amplísima (desde Jenofonte en el s. IV a. C. hasta Vegecio en el s. IV d. C.). Algunos textos son de carácter legendario, como el del mito de las yeguas lusitanas fecundadas por el viento. Este relato sirve como propaganda lusitana, y ensalza de un modo literario la velocidad de los caballos de este pueblo. De hecho, tenemos muchos ejemplos de alabanzas hacia los caballos hispanos por parte de los autores, que se admiran de su calidad y velocidad.
Vegecio, por ejemplo, alude a «la gloriosa nobleza de los caballos hispanos» y a «los velocísimos caballos de sangre hispana» (Mulom. 3, 6, 4). Otros autores, como Estrabón (3, 4, 15) o Polibio (Fr. 95) hacen alusión al buen adiestramiento de los caballos. Por otro lado, tenemos los textos que relatan sucesos concretos; muchos subrayan la importancia del ganado equino, en el marco de la Segunda Guerra Púnica, la expansión de Roma en la Península y la resistencia armada de los indígenas. Cabe destacar aquellos que detallan la práctica del bandolerismo, donde se aprecia la importancia del caballo como un elemento de gran riqueza dentro del botín capturado.
En cuanto a las fuentes materiales, son también muy ricos y numerosos los documentos arqueológicos. Por un lado, quizás los más significativos sean los arreos para la monta hallados en las necrópolis como los ajuares de las tumbas de personajes de la élite. Bridas, bocados, espuelas, estribos, herraduras, etc.; distintos elementos asociados al caballo y depositados en las tumbas. Además, se encuentran en las tumbas más ricas, donde suele haber también armas y vajilla cerámica; en general, bienes de prestigio.
Una de las evidencias materiales más características son las «fíbulas de caballito» de ámbito celtibérico, así como los llamados signa equitum, que se han identificado como estandartes o báculos (signa militaria) de los caballeros hispanos. En el ámbito de la escultura tiene una mayor importancia la obra ibérica, con grandes conjuntos como el de Porcuna.
El hallazgo y la presencia de todos estos materiales en contextos funerarios muestra que, en la Península, tuvo lugar un proceso de heroización funeraria, que vinculaba (a través de estos artefactos) a los difuntos con el que era su símbolo en vida; el caballo. La adopción de esta ideología ecuestre, que se daba también en otros lugares del mundo, dejaría su huella en las representaciones iconográficas, como es el caso del heros equitans de las monedas celtibéricas.
Las jefaturas de carácter guerrero se autoproyectaban e identificaban como una aristocracia ecuestre. Pero no se trataba de una caballería desde el punto de vista militar, pues para ello sería necesaria una serie de factores que no se darán al menos hasta el s. III a.C. Además, las élites contaban con el control y monopolio de los recursos económicos de la comunidad o del oppidum; es decir, las tierras de producción (labranza, pastoreo), el ganado y los rebaños, y derechos de paso de caminos y vados. Los bienes serían redistribuidos entre la comunidad, ganándose así su servicio y fidelidad. Todo esto proporcionaba a la clase rectora el control económico de sus ciudades, a la vez que les hacía destacar socialmente respecto al resto y afianzar su control político.
A partir de finales del siglo III a.C. daría comienzo una trasformación en las estructuras socio-ideológicas de esta aristocracia. A través de los contactos con púnicos y romanos, se inició un progresivo desarrollo urbano (inicialmente en la costa ibérica, y, más adelante, en el interior peninsular), con la integración de grupos gentilicios en estructuras de hábitat mayores como los oppida o las civitates. A partir de este momento, y especialmente cuando se generalice el desarrollo urbano, se dio un proceso de cambio profundo en la estructura de la élite: ese carácter esencialmente guerrero (base de su poder), se transformaría en un carácter gubernamental, necesario para dirigir para estos nuevos centros urbanos. El papel guerrero no desapareció del todo, pero se transformó: se abre paso a nuevos cargos (paralelamente al avance de la conquista romana), como los magistrados locales.
Este cambio se puede seguir con relativa facilidad en el registro arqueológico: en los ajuares de las necrópolis se percibe la paulatina reducción (y, finalmente, desaparición) de las armas y elementos guerreros. Son sustituidos por otros elementos de prestigio (joyas, etc.). Las fíbulas pasan a ser muy lujosas y sirven para representar la raíz mítica (del héroe ecuestre) de quien la porta, justificando así su poder, mediante la veneración a la figura del antepasado. Además de las fíbulas, son muy frecuentes también los anillos de caballero, realizados en metales preciosos. En el mundo romano también los equites utilizaban anillos de este tipo.
Así, todos estos elementos de prestigio se transformarían para la ostentación de un poder que ya no era de carácter guerrero, sino urbano, pero que utilizó la simbología de sus antepasados para justificar su legitimidad. Ocuparían, posteriormente, los cargos de las civitates indígenas, y serían las responsables de sus acuñaciones monetarias, llenándolas de temática relativa a sus propios mitos. Para entender esto correctamente es importante tener en cuenta que las élites locales serían las primeras en enfrentarse a los romanos tras su llegada, pero también, las primeras en ser atraídas y romanizadas.
Mientras que el caballo siempre será un símbolo de estatus y poder, la brecha entre clases en ese sentido se verá reducida, debido al abaratamiento del coste del caballo, fruto de las mejoras en la cría y la doma. Las unidades de caballería hispánicas, tan valoradas, se acabaron integrando perfectamente en el Imperio romano como auxilia, pese a que, con el paso de los siglos y cada vez más lejos de sus fronteras originarias y más especializados, perderían su esencia.