Dinastías y poder
El destino de los Robespierre, los hermanos del «incorruptible» tirano de la Revolución Francesa
De los hermanos Robespierre sólo sobrevivió Charlotte. Fue el último exponente de la dinastía
Su apellido está asociado al terror. Al tirano que puso las instituciones a su servicio. Al líder del partido que se ganaba las simpatías de sus seguidores. Pero se quedó solo. Desautorizado por la propia Revolución a la que había contribuido. La imagen de Maximilien Robespierre, con su pomposa peluca, poco tiene que ver con los desarrapados sans-culottes de origen popular a los que confió el castigo de los reaccionarios.
Él era un apasionado roussoniano que se elevó hasta lo más alto eliminando a todos los actores políticos de peso pero tejiendo su propio final. El «terror» era la fuerza de la República, decía. Su hermano Augustin Robespierre compartía sus planteamientos y terminó sus días el mismo 10 de Termidor del año II, según calendario revolucionario, en el que moría el tirano. También, Charlotte, su hermana, era una jacobina radical que dejó dictadas sus Memorias. Los tres se debían a la Revolución y murieron sin descendencia.
Le llamaban el Incorruptible. Por su idea de la virtud. Había nacido en Arras, capital de la región norteña de Artois, hijo de un abogado y nieto por parte materna de un acaudalado cervecero. Su origen era burgués. La madre murió joven y los hijos varones ingresaron en el Colegio Luis el Grande de París, con raíces en la Compañía de Jesús y fundado por el obispo de Clermont en 1563. Por él pasaron, con el tiempo, personalidades como Nicolás I de Montenegro o Raymond Poncairé.
Los hermanos Robespierre recibieron cuidada formación y coincidieron con otros futuros revolucionarios como Camille Desmoulins, editor del combativo Le Vieux Cordelier. Pueden leer La sombra de la guillotina, de Hilary Mantel, minuciosa descripción novelada de aquella amistad. Leían a los philosophes de la Ilustración y a los clásicos grecolatinos pero Maximilien era un tipo solitario, retraído. Complejo. Fue él, siendo niño, a quien en 1774 correspondió la gracia de leer, bajo la lluvia, el discurso de bienvenida al recién proclamado Luis XVI quien no bajó de su opulenta berlina para escucharlo.
Por entonces, Maximilien combatía la pena de muerte argumentándola sobre la idea de la deshonra de matar el arrepentimiento. Era un convencido pacifista. Volvió a su Arras natal con la licencia para ejercer la abogacía. Y no regresó a París hasta que fue nombrado delegado por el Tercer Estado para representar a la provincia de Artois en la convocatoria de los «Estados Generales» que había convocado el rey en Versalles.
Poco a poco empezó a integrarse en uno de los clubes más bulliciosos de la capital de Francia. Mientras su hermano menor, Augustin, daba alas a un joven oficial del ejército revolucionario de apellido Buonaparte cuyo nombre empezaría a sonar por el sitio de Tolón frente a los ingleses tiempo después. Napoleón llegará a pasar unos días en prisión debido a su adscripción a esta facción jacobina.
La monarquía constitucional que apoyaba Lafayette terminó rápido. Los «años luminosos» tocaban fin. La República se había implantado para los franceses con ansias revanchistas y una clara finalidad de terminar con el rey y los sectores monárquicos. Los condes de Artois y Provenza —hermanos del rey— formaban parte de la masa de emigrados que habían salido del país.
Empezaba para Maximilien Robespierre un ascenso vertiginoso que desbordaba las competencias propias de la Convención. Todavía diputado por París y de la mano de Danton, un verdadero agitador de las masas, se hizo con el Comité de Salvación Pública para terminar eliminando al sector girondino de Brissot, suspender la Constitución y ampliar sus propios poderes. Incorporar el pueblo a la nación.
Reprimir los levantamientos de La Vendée y las corrientes realistas. Lo decía el Mercurio de España en 1793, «el feroz Robespierre se abrió camino a la dictadura para hacerse árbitro de la suerte de los franceses». Todo con la excusa de una invasión extranjera. Él que seguía siendo «incorruptible» no podía desviarse con placenteras liviandades como hacían sus compañeros de revolución.
Los Tribunales Revolucionarios condenaban por doquier y Danton terminó en la guillotina. También Hébert, su antiguo aliado. Eran «indulgentes», agentes secretos. Nadie se atrevía a contradecir a Robespierre porque sus cabezas se veían amenazadas de la misma suerte. Robespierre estableció diez meses de Terror (septiembre 1793-julio 1794) en los que se vivió un carrusel de sangre en Francia: una dictadura.
Maximilien había consolidado su autoridad sobre las instituciones administrativas. Todo sin garantías procesales; él, que había abogado por los derechos políticos y las libertades de prensa y reunión. El pueblo, pensaba, reafirmaría su confianza en la ley si los culpables eran ejecutados. ¿Dónde habían quedado sus antiguos planteamientos? Hasta que él mismo se encontró en las listas. Saint Just, Couthon y Maximilien Robespierre. Todos condenados. Eran los nuevos enemigos de la Revolución. «Ha perdido mucho de su popularidad —leemos— la cual se había granjeado con su conducta sanguinaria, pero el pueblo debe estar cansado de ver tantas víctimas como diariamente perecen en el suplicio» (Mercurio de España, 8-1794)
Parece que Robespierre trató de pegarse un tiro en la celda antes de ser conducido al patíbulo. Una venda le sujetaba la mandíbula cuando lo colocaron bajo la cuchilla. ¡Abajo el tirano! Fueron las palabras que escuchó. Era el 28 de julio 1794. Su hermano Augustin había querido compartir su suerte. «Soy tan culpable como él» dijo. Se lanzó desde el ventanal del Ayuntamiento donde permanecía retenido, pero la ligereza del golpe lo devolvió al arresto. Fue conducido a la guillotina poco después. Maximilien tenía 36 años. Su hermano 30.
De los hermanos Robespierre solo sobrevivió Charlotte. Fue el último exponente de la dinastía. Se libró de la muerte y Napoleón, ya emperador, le concedió una pensión con la que vivió hasta su fallecimiento en 1834.