Las intrigas de Almanzor y su meteórico ascenso al poder manchado con la sangre de sus enemigos
Conocido por ser un caudillo militar, su llegada al poder no fue gracias a la espada, sino a su habilidad política y a su falta de escrúpulos
En la Córdoba del siglo X, el califato vivía un momento tenso: tras varias décadas de esplendor bajo los reinados de Abderramán III y su hijo Alhakén II, la continuidad de la dinastía omeya estaba en peligro. El hijo mayor del califa Alhakén acababa de morir, y quedaba como heredero un niño, el príncipe Hisham. Esto suponía un problema, ya que, según la ley islámica, un menor de edad no podía reinar. La amenaza de la temida fitna, o guerra civil, se cernía sobre la próspera Al-Ándalus.
En aquel momento, Muhammad ibn Abi Amir, el administrador de los bienes del joven Hisham, se convirtió en un personaje clave para el juego de tronos que iba a comenzar. Su nombre nos resulta poco conocido, pero el sobrenombre con el que pasó a la historia nos suena más: al-Mansur, castellanizado como Almanzor, es decir, el victorioso.
Almanzor provenía de una discreta familia noble de origen yemení, sin gran relevancia en la corte, pero supo jugar sus cartas para colocarse lo más cerca posible del trono. Llegó a Córdoba para estudiar la ley islámica, pero la muerte repentina de su padre, mientras volvía de una peregrinación a la Meca, dejó al joven estudiante sin ingresos.
Se colocó como escribiente de un juez, donde llamó la atención de uno de los hombres más poderosos del califato: el visir Yafar al- Mushafi, amigo personal del califa. Este Yafar supo ver el potencial del joven y le ofreció un puesto en la administración, aunque la jugada acabaría costándole cara, ya que ambos hombres, años después, acabarían siendo acérrimos enemigos.
Pero no adelantemos acontecimientos. Almanzor, a su llegada a la corte, comenzó a acumular cargos y privilegios, y se ganó la confianza de la madre del príncipe heredero, Subh, de origen vascón, de quien las malas lenguas dijeron que era su amante. Almanzor fue nombrado administrador de la casa de la moneda, pero un escándalo de malversación hizo que debiera renunciar.
Fue enviado al norte de África, donde al-Ándalus libraba una guerra contra los beréberes, y allí se ganó, con favores y regalos, la amistad de varios militares importantes. Volvió unos años después a la capital, con su reputación reestablecida, y fue nombrado jefe de la policía.
Entonces, llegó la funesta noticia: el califa Alhakén había muerto. Aparte del príncipe heredero, aún menor de edad, había otro candidato al trono: un hermano del fallecido califa, también hijo de Abderramán III, que contaba entonces poco más de veinte años. Temiendo que fuese nombrado califa, el visir Yafar al-Mushafi, junto con otros cortesanos, decidieron acabar con la vida del príncipe, y encargaron la desagradable labor al jefe de la policía: Almanzor. Éste hizo ejecutar al desgraciado príncipe, que fue encontrado ahorcado en su casa, colgando de una viga, simulando un suicidio.
Hizo ejecutar al desgraciado príncipe, que fue encontrado ahorcado en su casa, colgando de una viga, simulando un suicidio
Almanzor había manchado sus manos de sangre omeya, pero su ambición no acabaría allí. En Córdoba, con el pretexto de proteger al jovencísimo califa, reinaban en realidad tres hombres: el ya mencionado visir, Yafar, nuestro Almanzor, y el general Galib, héroe de guerra en las campañas contra los reinos cristianos. Pronto se hizo evidente que sólo podía quedar uno.
Yafar al-Mushafi intentó aliarse con Galib, que ya tenía ochenta años, mediante un matrimonio con su hija, pero Almanzor se le adelantó y fue él quien desposó a la hija del general, en una celebración que rivalizó en lujo con las de la familia real. Yafar cayó en desgracia y tras intentar sin éxito congraciarse con su antiguo protegido, acabó sus días en prisión, donde se rumoreó que había muerto envenenado.
La alianza entre el general Galib y su yerno duraría poco. El general era partidario de devolver el trono al califa Hisham II, que ya era mayor de edad, pero Almanzor no iba a dejar escapar el poder que tanto le había costado conseguir. Ambos acabaron enzarzados en una guerra que acabaría con la muerte de Galib en la batalla de Torrevicente.
Según las crónicas, el caballo del general se encabritó y Galib se dio un fuerte golpe con el arzón de la silla, acabando con su vida. Almanzor quiso ver en esto la mano de Alá, y su reacción ante la victoria fue muy poco magnánima: hizo cortar la cabeza de su suegro y se la envió a su esposa Asmá, la hija del general, que esperaba noticias del desenlace en Córdoba.
Establecido ya como máximo dirigente de Córdoba, Almanzor mantuvo al califa y a su madre, Subh, como prisioneros en el Alcázar, trasladando su residencia a la ciudad palaciega de Medina al-Zahira, que mandó construir cerca de la ciudad de los omeyas, Media al-Zahara. Para ganarse el favor de los ulemas más radicales, mandó destruir numerosos libros de la formidable biblioteca de Córdoba, y muchos sabios, médicos y poetas debieron abandonar al-Ándalus.
Su estrategia para afianzarse en el poder pasó por crearse una imagen como gran líder militar y defensor del Islam. Mientras que durante el reinado de Alhakén musulmanes y cristianos habían vivido en relativa paz, Almanzor emprendió constantes campañas de castigo para llevar la yihad a los reinos cristianos, llegando a saquear Santiago de Compostela. A su muerte, sus hijos no fueron capaces de mantener al-Ándalus unido, y el territorio no tardó mucho en dividirse en los reinos de Taifas, por lo que Almanzor no sólo fue un azote para la cristiandad, sino que se puede argumentar que, al socavar las instituciones y deponer a los omeyas, su ambición fue una de las principales causas del fin la época dorada del Islam en la Península.