La ley que permitió a Robespierre purgar a los «sospechosos» en la Revolución Francesa
Esta norma trajo como consecuencia el arresto de personas inocentes, personas que por el simple hecho de parecer «sospechosas» ya no podían tener más libertad
La Revolución Francesa se fundaba en principios esenciales para el desarrollo humano como la libertad e igualdad de todos las personas. Principios que hasta entonces solo tenían una formulación religiosa, estaban sometidos a la interpretación de los diferentes teólogos, carecían de poder para ser impuestos por el Estado y, en consecuencia, se convirtieron en ideales que no se aplicaban.
Pero los filósofos que construyeron este sistema, y sus ideas, fueron arrinconados por los que usufructuaron el poder y transformaron el medio en el fin. Sabido es que Robespierre, uno de los principales revolucionarios, fue evolucionando desde el idealismo hacia la autocracia y se hizo con la dirección del Estado imponiendo el terror. Con esa deriva patológica que tiene la psicología de los tiranos, Robespierre empezó a considerar que cualquier opinión contraria a la suya era una amenaza al progreso, a la justicia y al bien común.
Fue el responsable máximo de la muerte de miles de personas por acusaciones falsas, opiniones contrarias, falta de entusiasmo con el dictador o cualquiera otra minucia que Robespierre y sus secuaces, el poder siempre atrae a legiones de oportunistas, consideraran contrarias a sus intereses. El peor delito era no estar de acuerdo con el Comité de Salvación Pública o no manifestarse con el entusiasmo exigido por la autoridad.
Robespierre empezó a considerar que cualquier opinión contraria a la suya era una amenaza al progreso, a la justicia y al bien común
En esa deriva, se dictó una de las mayores aberraciones jurídicas de la historia contemporánea. Y se hizo en nombre de los principios revolucionarios que marcaron el final de una etapa. El 17 de septiembre de 1793 se aprobó la Ley de Sospechosos, un proyecto de Jacques René Hébert que retomaron Merlin de Douai y Cambacérès. Y que contó con todo el apoyo de la Convención de Robespierre que ya veía enemigos y conspiraciones por todas partes y que, para combatirlos, necesitaba reprimir los derechos y libertades.
Condenados por la sospecha
Lo esencial de esa norma era la posibilidad de arrestar, encarcelar y ejecutar a cualquier persona no por sus actos, sino por la simple sospecha que tenían los encargados de hacer cumplir la ley. Unos comités de sirvientes de la tiranía que estaban encantados de ser tenidos en cuenta por el poderoso, aunque fuera a cambio de ejecutar conductas despreciables.
Se combatía al sospechoso y el encargado de decir quién lo era, sin necesidad de probar nada, decidía asimismo la suerte del desgraciado caído bajo el ámbito de la ley. Los que osaron criticar el rumbo seguido por la Convención, algunos tan ilustres como Danton o Desmoulins, fueron guillotinados.
Se trataba de imponer un clima de intimidación física y moral que anulara la voluntad del opositor. Cualquier comentario, manipulado por espías e intrigantes, podía llevar a la tumba. Se creaba una sociedad cobarde, atemorizada, que favorecía la arbitrariedad del poder. Una aplicación práctica de la peor teoría de Maquiavelo.
La ley estuvo en vigor hasta 1796, sobrevivió dos años a Robespierre que acabó en el instrumento que tanto usó: la guillotina. La ley contenía diez artículos y empezaba por definir a los sospechosos: todos los que por su conducta, sus relaciones, sus observaciones, sus escritos se muestran partidarios de la tiranía o del federalismo y enemigos de la libertad; los que no podían justificar sus medios de existencia y el cumplimiento de deberes ciudadanos; los que no podían obtener certificados de civismo, los funcionarios suspendidos; los nobles y sus familias; y los que emigraron durante el régimen de terror.
Todo dejado a la decisión arbitraria de la autoridad y sus comités de vigilancia que decretaba el arresto, con los gastos a costa del detenido, hasta que pasaran a los tribunales dóciles llevados por magistrados elegidos por la obediencia que decretarían la absolución o la muerte.
Los supuestos de sospecha que caían bajo el imperio de esta ley eran más y muestran la decadencia de las élites gobernantes. Se arrestaban a los que en las asambleas no se mostraban suficientemente enérgicos en el apoyo de las medidas del «pueblo», o las combatían. A los que hablaban de las desgracias de la República, se compadecían de la suerte del pueblo y están siempre dispuestos a difundir malas noticias.
La libertad tiene muchos enemigos que dicen defenderla
Eran perseguidos aquellos que cambiaron su comportamiento y lenguaje según los acontecimientos; los que, callados sobre los crímenes de los realistas y de los federalistas, atacaban con exceso los pequeños defectos de los patriotas y adoptaban, para parecer republicanos, una estudiada austeridad, una severidad, y que ceden en cuanto se trata de una actitud moderada o de un aristócrata según la letra del texto legal.
Los que siempre tenían en los labios las palabras Libertad, República y Patria, pero frecuentaban a nobles y curas contrarrevolucionarios, a aristócratas, a moderados, interesándose por su suerte. Y remataba la ley: los que, sin haber hecho nada contra la libertad, tampoco habían hecho nada por ella y aquellos que firmaron peticiones contrarrevolucionarias o frecuentaron sociedades y clubes contrarios a la revolución.
Un catálogo de tipos abiertos donde cabía cualquier persona que los vigilantes de la autoridad quisieran perseguir. Es cierto que el modelo, con variaciones, ha sido muy utilizado por los que sufren de la paranoia del poder y se sienten acosados. Terminado el régimen revolucionario, Napoleón III dictó la Ley de Seguridad General en 1853, otra aberración para perseguir oponentes. Y desde entonces muchos regímenes y dictadores han tratado de asegurar lo que ellos consideraban seguridad y orden público con normas de la misma inspiración. La libertad tiene muchos enemigos que dicen defenderla.