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Antonio Pérez Henares
Historias de la historiaAntonio Pérez Henares

Francisco de Aldana, el poeta y general del Tercio, que murió al lado del rey portugués

Lope de Vega le dedicó estos versos: «Tenga lugar el Capitán Aldana / entre tantos científicos señores, / que bien merece aquí tales loores / tal pluma y tal espada castellana»

Actualizada 04:30

Una escena de la batalla de Alcazarquivir. Representación del siglo XIX

Una escena de la batalla de Alcazarquivir. Representación del siglo XIX

Francisco de Aldana es hoy un perfecto desconocido, incluso para gentes con cierto bagaje literario. Poco o nada se recuerda de su obra y tampoco de su persona, a pesar de haber sido relevante en ambos casos y de que su vida culminó con una trágica y heroica muerte en combate, defendiendo, por orden de su rey Felipe II, al de Portugal, su sobrino, don Sebastián.

Luis Cernuda lo consideraba el mejor lírico renacentista tras el tramo primero dominado por el inmenso Garcilaso. Más cercanos a su tiempo, y aún con el recuerdo candente de su apasionante peripecia vital, lo habían enaltecido los mayores genios de nuestra literatura. Cervantes lo coloca a la altura de Boscán y Garcilaso; Francisco de Quevedo lo describe como «doctísimo español, elegantísimo escritor y valiente y famoso soldado en muerte y en vida»; y Lope de Vega le dedicó estos versos: «Tenga lugar el Capitán Aldana / entre tantos científicos señores, / que bien merece aquí tales loores / tal pluma y tal espada castellana» .

Hace muy poco, el escritor Fernando Martínez Laínez, el mejor conocedor de la época de aquellos y de sus nombrados Tercios, lo colocó en un lugar privilegiado en su libro Escritores 007 y puso en valor tanto su lírica como su categoría como soldado y general, al que la tropa admiraba tanto por su valentía como por su cercanía con ellos.

Francisco de Aldana

Francisco de Aldana

Es dudoso su lugar de nacimiento (hacia 1537), aunque se le sabe vástago de una familia de la pequeña nobleza vinculada a la Casa de Alba, y se da como más probable la ciudad de Nápoles, tan hispana entonces como su cuna. Sí hay, en cambio, desdichada certeza del lugar de su muerte, pues esta tuvo lugar en la desastrosa batalla de Alcazarquivir (Marruecos), el 4 de agosto de 1579, junto al rey de Portugal, don Sebastián, a cuyo servicio había entrado por orden del rey español, a quien se debía, Felipe II, para acompañarle en aquella empresa africana.

Era hijo de Antonio de Aldana, capitán precisamente de la guarnición napolitana, bajo el mando del duque de Alba, a quien estaba vinculado familiarmente, y su infancia y juventud transcurrieron en tierras italianas.

Enviado a la subyugante Florencia para cursar estudios, se empapó de aquellos nuevos vientos que cambiaron la percepción del mundo y de las artes. Se deleitó en el conocimiento de los clásicos, dominando las antiguas lenguas, pero al tiempo aprendiendo las que cada país hablaba y llegando a dominar hasta una docena de ellas. Hizo en el ducado florentino grandes amistades, particularmente entre los hombres de letras, y aspiró a llevar una vida dedicada a ellas. Afloró también un deseo de vida religiosa y contemplativa que puso de manifiesto en diversos poemas y sonetos, y en uno incluso, contrariando la raigambre militar de su familia, escribió un irónico alegato contra la guerra.

Pero, al cabo, y dejadas atrás aquellas pulsiones que nunca desaparecieron del todo, emprendió la senda de las armas y cumplió con ella y con su deber con el máximo empeño, estando presente en las más importantes acciones militares de su tiempo. En la gran victoria española de San Quintín contra los franceses, ya con el grado de capitán y como lugarteniente de su propio padre, aunque contaba tan solo con 20 años, tuvo una actuación muy destacada, siendo mencionado por su valor en el combate.

Su destino después no podía ser otro que Flandes, y no tardó en ser enviado con los ejércitos del tercer duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, de quien, ya como general de artillería, se convirtió en uno de sus principales oficiales en el sangriento sitio de Haarlem (1572). Resultó una atroz carnicería, y el propio Aldana acabó herido en un pie por un disparo de mosquete. Convaleciente, respondió con versos a las críticas que algunos de sus camaradas habían hecho al desempeño de la artillería que mandaba: «¡Oh, galanamente y bien / está mi mal remediado! / Herido y despedazado, / y habrá de quedar también, / tras cornudo, apaleado».

Su prestigio militar no sufrió merma por ello y, de hecho, se convirtió en segundo al mando del duque de Alba hasta que fue sustituido por el más conciliador Luis de Requesens. Este le encomendó una misión no menos peliaguda que dirigir los cañones, pues hubo de mediar ante la sublevada tropa, que, furiosa y sin cobrar sus soldadas, protagonizó el muy mentado «Saco de Amberes» al grito de «Cenaremos en Amberes o desayunaremos en el infierno».

Consiguió, con su mediación, apaciguarlos y detener el destrozo, que fue terrible, pero Aldana se encontraba cada vez más hastiado de todo aquello e hizo cuanto pudo hasta conseguir volver a España.

Había alcanzado un alto rango, prestigio y la amistad del admirado Juan de Austria, con quien compartía preocupaciones. Gozaba de la estima del propio rey Felipe II, pero estaba cansado y asqueado, y volvían a él las ansias nunca olvidadas de soledad y ascetismo. Escribió sus intenciones a su amigo, el secretario real Arias Montano: «Y porque vano error más no me asombre, / en algún alto y solitario nido / pienso enterrar mi ser, mi vida y nombre…».

Pero el rey Felipe tenía otros planes y necesitaba a alguien como él para la misión que acabaría por costarle la vida. El rey Sebastián de Portugal estaba empeñado en lanzarse a su particular aventura africana y se disponía a lanzar su ejército contra el sultán marroquí. Pidió ayuda al rey español, su tío, y este le envió al avezado Aldana, que no veía la campaña nada clara. Es más, él mismo, aprovechando su gran conocimiento de lenguas, se convirtió en espía y, disfrazado de comerciante judío, se adentró en el Magreb para valorar la situación.

Retrato de Sebastián I de Portugal. Francisco de Aldana murió sirviéndole como general en la batalla de Alcazarquivir

Retrato de Sebastián I de Portugal. Francisco de Aldana murió sirviéndole como general en la batalla de Alcazarquivir

Volvió con un detallado informe de cómo estaban por allí las cosas: la buena preparación de las tropas musulmanas, dirigidas por el experimentado Abdel Malik, y su gran disposición al combate, amén del conocimiento de su propia tierra. Desaconsejó la aventura, pero don Sebastián estaba decidido. Embarcó con sus tropas, alcanzó la costa y se lanzó hacia el interior. Francisco de Aldana dirigía la infantería.

Sus peores presagios se fueron confirmando uno tras otro. Los soldados portugueses no soportaban el implacable calor ni las fatigas de la marcha e iban cayendo en el peor desánimo. Escribió encomendándose a Dios y fiando la suerte de la empresa al rey Sebastián: «Guárdele Dios y proporcione su poder a su valor, que es el que tiene menester la soldadesca cristiana para levantarse del abismo a do va cayendo».

Pero no dejó de anotar que las tropas lusas eran endebles: «Los portugueses no tenían la rigurosa obediencia que profesa la nación española en la guerra».

El encuentro tuvo lugar en Alcazarquivir, y el resultado fue una gran masacre portuguesa en la que perecieron el rey, la casi totalidad de sus tropas y el propio Aldana. Según el relato de algunos de los escasos supervivientes, este instó al rey a que abandonara la lucha y tratara de ponerse a salvo: «pues no quedará hoy hombre con vida entre nosotros», y que huyera con un pequeño destacamento mientras pudiera hacerlo. Pero don Sebastián, imprudente sí, pero no cobarde, se negó a ello y decidió morir junto a los suyos, al igual que lo hizo Francisco de Aldana, que, según este testigo, «con la espada tinta en sangre se metió a morir matando entre la morisma, y allí murió». También pereció en la contienda el propio vencedor, el sultán Al Malik.

Batalla de Alcazarquivir

Batalla de Alcazarquivir

En tierra africana acabó la vida del poeta y con él pudieron también desaparecer todas sus obras, pues Francisco de Aldana se había negado siempre a publicarlas a pesar de los intentos de muchos por convencerlo. Entre ellos había estado siempre su hermano Cosme, y este, buscando entre sus papeles y por todos los lugares donde entendió que podía hallar manuscritos, consiguió recopilar una buena parte de su obra y publicarla una década después de su muerte, primero en Milán y en Madrid después.

La muerte de aquel joven y temerario rey portugués, sobrino del poderoso monarca español, haría que este reclamara el trono luso, que obtuvo por derecho y por las armas, con lo que el Imperio hispano, unidas las dos coronas, llegaría al cenit de su poder y extensión.

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