«No necesitan más ropa. Necesitan esperanza»: la misión de los voluntarios junto a la frontera de Ucrania
Desde la estación de tren de Przemyśl, un grupo de voluntarios señala que, además de comida y refugio, los desplazados necesitan recuperar la normalidad
Una vez cruzan la frontera –exhaustos, tras días enteros viajando, sumidos en una incertidumbre aterradora– los refugiados ucranianos se encuentran con un abrumador despliegue de humanidad. En la linde polaca, voluntarios de todo el mundo lograron levantar, en apenas unos días, una infraestructura de apoyo, con centros médicos improvisados, tiendas de campaña y food trucks de comida internacional. Allí, cubren las necesidades básicas de las familias recién llegadas: ofrecen alimentos, ropa y juguetes para los niños.
Tras elegir menú, y ya con el estómago lleno, los ucranianos se angustian y se plantean la gran incógnita: Y, ahora, ¿qué? Se han calentado las manos y están en territorio seguro. Muchos de ellos son gente humilde que nunca habían salido de su país, y que ahora no tiene a donde ir.
Necesitan algo más que sopa. Necesitan un corazón
Es un vacío que ni las mejores infraestructuras, ni las más abundantes donaciones pueden remediar. «Necesitan algo más que sopa. Necesitan un corazón», descifra Ramona. Proveniente de Alemania, la voluntaria lleva diez días en el sureste de Polonia, ayudando como puede a los recién llegados ucranianos. Ramona explica que, cuando empezó la guerra, varias iglesias y parroquias alemanas se unieron en una red cristiana, para ofrecer, juntos, ayuda.
En la estación de trenes de Przemyśl, a 13.8 kilómetros de la frontera, impera un caos organizado. Por cada mujer refugiada, envuelta en varios abrigos y bufandas, hay un voluntario vestido de verde trabajando tras un puesto de comida. Llevan bolsas, retiran cristales rotos y se reparten entre las distintas zonas de la estación: los andenes, el vestíbulo, y la entrada.
En el exterior, postrados tras una mesa plegable, Ramona y sus compañeros reciben a los refugiados con una sonrisa y a veces, un abrazo. Visten chalecos rojo fresa, que los distinguen de los demás voluntarios, ya que su misión, al fin y al cabo, es diferente: «Al principio, teníamos una cocina en la propia frontera», explica Ramona. «Pero –añade– ahora vemos que necesitan otra cosa. Queremos ofrecer algo más que alimentos y ayuda material. Queremos darles ayuda espiritual».
Entonces, en plena luz del día, Ramona rompe a llorar.
Las imágenes en la frontera, describe la voluntaria, eran demasiado duras. «Es difícil presenciarlo», justifica entre lágrimas la voluntaria. «Vimos morir a una mujer».
«Estas personas esperan en fila durante más de 12 horas. A veces hasta 20», denuncia Ramona, con los ojos todavía empañados. «Todo mejora cuando cruzan la frontera, pero el problema viene justo antes. Esperan demasiado tiempo en las colas, y hace demasiado frío. Algunos pasan la noche de pie, aguardando».
Para cuando pisan suelo polaco, su cansancio va más allá de lo físico; se filtra por sus poros, se asienta bajo la ropa. Se convierte en una desmoralización difícil de soportar.
«Nos dimos cuenta de que existen dos formas de ayudar», define Flo, compañero de Ramona. «Está la forma práctica, con ropa y comida. Otros, ofrecen transporte para llevar a los ucranianos hasta Alemania. Un amigo nuestro también coordina la gestión con los partidos políticos del oeste de Ucrania, para traer gente directamente desde allí».
«Pero mi motivación –insiste– es otra. Yo estoy aquí para servir. Creemos firmemente que hay que ayudar a todo el mundo, sin importar sus circunstancias», explica con sinceridad.
A su alrededor, los ucranianos van y vienen. Entran y salen de la estación para fumar un cigarro o sentarse frente al tímido sol de mediados de marzo. Tienen ropa, comida, y techo bajo el cual pasar la noche. No es suficiente; la soledad, la confusión y la tristeza cobran importancia a medida que se alejan de Ucrania.
Necesitan esperanza. No podemos decirles, ‘todo saldrá bien’, por que no es verdad. Puede que pierdan sus casas, sus familias, y puede incluso que mueran
«No necesitan sopa», repite Ramona, algo más animada tras las palabras de su colega. «Necesitan esperanza. No podemos decirles, ‘todo saldrá bien’, porque no es verdad. Puede que pierdan sus casas, sus familias, y puede incluso que mueran».
«Nosotros podemos traerles esa sensación de comunidad. El alcalde de nuestra ciudad dijo que podremos recibir a 100 refugiados, y ofrecerles una solución a largo plazo, algo más que una casa durante un par de semanas. Colegios para los niños, empleos para sus padres. Ante todo, que recuperen la sensación de normalidad. Es lo más importante».