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Reportaje: de Ucrania a Cracovia

Cinco días de insomnio entre Ucrania y Polonia: así se desarrollan los largos viajes para cruzar la frontera

El cansancio es el factor físico más preocupante para los voluntarios médicos que reciben a refugiados al pie de la frontera

El hombre más cansado del mundo entró tambaleándose en el vagón. Con su más de metro ochenta de altura, supo desde el primer momento que dormir sería imposible; ya fuera encogido sobre el asiento, o apoyado contra la ventana, el traqueteo del tren, la falta de espacio, y el ruido de los demás refugiados impedirían cualquier sueño.

No contó con la generosidad de la gente; en un segundo, se despejaron tres asientos, y Luka, de 63 años de edad, pudo tumbarse, apoyar la cabeza sobre un abrigo arrugado, y cerrar la patética cortinilla del vagón para, al menos, tener una ligera ilusión de oscuridad. Agradecido, justificó a los demás pasajeros las causas de su fatiga: cinco días de viaje sin cese, sin pegar ojo ni una sola vez. Así recorren muchos el largo camino entre Ucrania y Polonia.

El viaje de Valeria, que acaba de cumplir veinte años, fue más corto, pero no menos duro. Junto a su babushka, partió desde Zaporiyia, su ciudad natal, hasta Kiev. Desde allí, tomó un tren a Leópolis, una especie de oasis al oeste de Ucrania, más seguro que el resto del país. Sería la última vez que pisaría suelo ucraniano en quién sabe cuánto tiempo; de inmediato, Valeria y su abuela embarcaron en un nuevo tren, esta vez de camino a Przemysl, Polonia. La joven permaneció en pie durante todo el trayecto, que duró más de diez horas.

En total, Valeria tardó tres días enteros en salir de Ucrania. «Fue el peor viaje de mi vida», admitió una vez arrodillada sobre el suelo de la estación de Przemysl, con una taza de té chai, obsequio de algún voluntario, entre las manos. «Y podría ser todavía más horrible. Una amiga mía caminó ocho horas para cruzar la frontera a Polonia. Y encima tuvo que hacer cola durante otras 20».

Sales del trance, te fijas en los niños exhaustos, y piensas, ya han vivido lo que es estar en un búnker. Es imposible olvidar la destrucción en las ciudadesDasha, refugiada de Mikolayiv

Cuando los desplazados, en su mayoría mujeres con niños pequeños o personas mayores de más de 60 años, cruzan la frontera, el cansancio es una de las mayores preocupaciones del personal médico que los recibe. Exhaustos, y finalmente a salvo, muchos ucranianos se dejan llevar por la fatiga en cuanto pisan Polonia, cuando la adrenalina del viaje se agota y las horas y días pasados en trenes, buses, o a pie, cobran peso de golpe. Aunque la tristeza y el miedo permean el largo camino hasta Polonia, la fatiga es quizá el factor físico más importante, además del frío gélido de una Ucrania aún en pleno invierno.

«Yo intenté vivirlo como una aventura. Como si estuviera de visita», explica Dasha, que tiene 19 años y, hasta hace dos semanas, estudiaba Economía en Kiev. Cruzó la frontera completamente sola; sus padres se negaron a abandonar Mikolayiv, él por que no puede, ella para cuidar de una abuela enferma y postrada en cama. Sin embargo, prohibieron a Dasha, su hija más joven, permanecer un segundo más en Ucrania. «Pero durante el viaje, es imposible olvidar la situación. Sales del trance, te fijas en los niños exhaustos, y piensas, ya han vivido lo que es estar en un búnker. Es imposible olvidar la destrucción en las ciudades».

Dasha cruzó la frontera hace cuatro días. Su viaje duró cinco; ahora, duerme en el sofá de unos conocidos, en Cracovia, mientras espera poder viajar hasta Lublin para reunirse con su novio. Desde su llegada a la antigua capital polaca, pudo descansar, y ahora bebe tranquila té en una cafetería del barrio judío.

«En Mikolayiv», donde nació, y donde estaba cuando empezó la guerra, «no hay rutas de evacuación. No estamos tan mal como los de Járkov, pero los ataques de Mariúpol nos quedan muy cerca, sentimos el peligro. Por ejemplo, no tenemos trenes, ya que las vías están rotas, destruidas por los ataques. La única forma de salir es que alguien te lleve», explica.

Por suerte para Dasha, pudo efectuar el viaje con una certidumbre excepcional, dadas las circunstancias. Un amigo de su hermana, residente en Cracovia, la esperaría en la frontera. Lo difícil fue llegar hasta allí. «Para empezar, yo tenía que llegar al centro de Mikolayiv desde mi casa, que está a las afueras. No hay casi taxis por que ya casi nadie quiere conducir. Y no sé cómo, pero terminé en un coche de policía, sentada en la parte de atrás, apretada entre dos agentes», cuenta, y se ríe un poco. «Me acercaron al centro, donde esperaban unos amigos, que me llevaron hasta otra zona de la ciudad. Allí, había voluntarios recogiendo a gente».

Así, logró salir de Mikolayiv. «Desde ahí, condujimos 700 kilómetros que se hicieron eternos por el tráfico, por que todo el mundo está huyendo. Tardamos cuatro días en llegar a la frontera». Allí la esperaba Ilya, amigo de su hermana, originario de Moscú, y residente en Cracovia. A punto de cumplir los 30, el ruso forma parte de un grupo de voluntarios polacos desde que empezó la guerra. Dasha es la segunda refugiada que acoge en su piso de un solo dormitorio.

«Yo tuve suerte», celebra Dasha. «Hay ucranianos que no tienen coche, y deben buscar la manera de llegar hasta poblaciones con servicio de autobús. Y, desde allí, a otras ciudades, que tengan trenes hacia la frontera. Pero», añade, con el brillo del orgullo en los ojos, «en Ucrania hay voluntarios por todas partes. La madre de mi novio, por ejemplo, conduce como loca desde Odesa a Mikolayiv, ida y vuelta, varias veces al día, para recoger al mayor número de gente posible».

El viaje que Dasha efectuó sola en cinco días –concentrada en la «aventura», y en calmar los ánimos de los demás desplazados–, Iryna lo hizo acompañada de sus tres hijas, de 18, 16, y 14 años. Abandonaron Kiev diez días antes de que estallara la guerra, temiéndose lo peor, y ya entonces encontraron las rutas hasta Polonia bloqueadas por el tráfico y el pánico.

Ni tres, ni cuatro, ni cinco días; esa familia no ha dejado de viajar desde el 14 de febrero de 2022. «Empezamos en Kiev, una semana antes de la guerra. Desde allí, fuimos a Leópolis en tren, y nos quedamos dos días», explica cansada. En el exterior del centro de refugiados de Cracovia, donde duerme junto a sus hijas desde hace dos noches, se fuma un cigarro con urgencia mientras tirita de frio. «Desde allí fuimos a Lubaczow, luego a Lublin, luego a Cracovia. Ese viaje duró una semana entera».

De momento, se quedará en Cracovia, aunque sabe que no es su destino final, ni lo será la siguiente ciudad ni la que venga después. «Yo lo que quiero», declara tras frotarse los ojos, empañados por las lágrimas y la friolera, «es volver a Kiev».

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