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Juan Rodríguez Garat Almirante (R)

Los sueños de Prigozhin, la pesadilla de Putin

Si la guerra se alarga, hartos de derramar su sangre en beneficio de los demás, los ejércitos mercenarios terminen imponiéndose a sus señores y eligiendo su propio emperador

Actualizada 04:30

Es difícil medir el apoyo real de la sociedad rusa a la guerra de Putin. ¿Cómo creer en las encuestas de uno u otro sesgo si una alta proporción de los ciudadanos entrevistados sospechan que quien les pregunta podría ser un colaborador de la FSB y que una opinión contraria puede llevarlos a la cárcel por períodos más largos de los que en España castigan el asesinato?

Por llevar las cosas hasta un extremo impensable hace un año, pero hacia el que Rusia parece querer deslizarse, ¿cómo saber cuántos coreanos apoyan de verdad a Kim Jong-un?

Lo que sí podemos intuir, porque lo hemos visto en muchos escenarios históricos, es que el monolítico apoyo social a los dictadores se derrumba en cuanto desaparece el miedo que lo sustenta.

A falta de instrumentos para medir la opinión, tenemos datos objetivos que sugieren que, cualquiera que sea la postura real de los rusos sobre la guerra, son muy pocos los que quieren combatir en ella.

Las campañas para reclutar voluntarios, apelando al patriotismo –y, más recientemente, sazonadas con casposas alusiones a la hombría de los varones rusos sobre las que el progresismo europeo no parece tener ninguna opinión– se han quedado tan lejos de sus objetivos que Putin sigue teniendo que recurrir a los presos comunes para cubrir parte de las cuotas.

Algo, por cierto, en absoluto inusual en la historia de la guerra –recordemos el origen de la Legión Extranjera, donde nada importaba la vida anterior– pero que no se ajusta a lo que uno espera de una autoproclamada superpotencia del siglo XXI.

Aunque me gustaría pensar que hay muchos rusos que no comparten las ambiciones imperiales de su presidente, me temo que no hay base alguna para ser optimista sobre este extremo.

Muchos alemanes creían en Hitler y muchos italianos admiraban a Mussolini. Lo único que los pueblos no perdonan a los dictadores que los someten, como Putin sabe muy bien, es la derrota.

Por eso, el presunto criminal de guerra hará cuanto pueda por evitarla, sin que en absoluto le importe –jamás le ha importado eso a ningún dictador– el precio que sus súbditos paguen en sangre.

¿Cómo consigue Putin esa sangre con la que compra la estabilidad de su régimen y su propia posición de poder? El dictador ruso sacrificó en primer lugar a su Ejército profesional.

Luego les tocó el turno a los mercenarios de la Wagner, nutridas sus filas con criminales. No fue suficiente.

Después de seis meses de guerra, el fracaso de las campañas de reclutamiento obligó a Putin a faltar a su compromiso con su pueblo y movilizar alrededor de 300.000 reservistas para reforzar al ejército desplegado.

La experiencia de la movilización, torpemente conducida y mal aceptada por la sociedad –provocó la huida de Rusia de decenas de miles de jóvenes– justifica el que Putin se resista a repetir la medida y tenga que recurrir a mejorar la oferta económica a los voluntarios, esperando atraer a los sectores más desfavorecidos de la sociedad.

Los continuos rumores sobre una segunda movilización sugieren que las cuotas siguen sin cubrirse. ¿Por qué fracasan las campañas de reclutamiento?

La falta de voluntarios para combatir en Ucrania, a pesar de los esfuerzos del Kremlin para ofrecer un salario impensable en Rusia –que duplica el de los soldados españoles en un país de menor renta per cápita– no viene, en la mayoría de los casos, del rechazo a la causa que defiende el presunto criminal de guerra. Viene, al menos en una alta proporción, del boca a boca.

No es un secreto para nadie –porque se ha criticado ampliamente en las redes sociales de los halcones militaristas, únicas no sometidas a censura– que el Ejército ruso ha sido incapaz de dar a muchos de los reservistas movilizados el adiestramiento y hasta el material que precisaban antes de enviarlos al frente.

El Kremlin no ha reconocido estos problemas, pero –a menudo he comentado cómo el liderazgo ruso se ha acostumbrado tanto a la impunidad ante la opinión pública que no duda en afirmar cualquier cosa y lo contrario– ha prometido resolverlos.

Como era previsible, ni la movilización ni la recluta voluntaria han afectado igual a todos los sectores de la compleja sociedad de la Federación Rusa.

Son muchos los analistas occidentales que han criticado la desproporcionada cuota de sangre que pagan los desposeídos, los pertenecientes a etnias minoritarias, los habitantes de las repúblicas menos prósperas.

Es una crítica justa, pero que conviene poner en su contexto, porque este fenómeno no es exclusivo de la Rusia de Putin.

La historia de la guerra muestra que, cuando un pueblo sano lucha por una causa justa, afluyen los voluntarios de todos los sectores de la sociedad.

Cuando no es así, y sin pretender hacer un análisis sociológico del problema, los ejércitos se nutren de aquellos que necesitan un sueldo para sobrevivir o, si el reclutamiento es forzoso, de quienes no pueden encontrar pretextos para eludir sus obligaciones.

Cualquiera que sea el caso, es de prever que la cuota de sangre que paguen las élites –a pesar de las sospechosas declaraciones del hijo de Peskov– o los ciudadanos de Moscú o San Petersburgo sea muy inferior a la que corresponda a los habitantes Chechenia o Daguestán.

Pero, insisto, parecidas críticas se hicieron, no sin fundamento, al ejército norteamericano que combatió en Vietnam.

Por desgracia, no hay muchos más paralelismos posibles entre la sociedad norteamericana, que terminó saliendo a la calle para parar con sus protestas la guerra en el sudeste asiático, y la rusa que carece de libertad –y quizá de voluntad– para ponerse de parte de esos soldados que, para que Putin pueda conservar el poder, se desangran en Bajmut, son masacrados en Vuhledar o resisten en Kremina.

Al contrario de lo que ocurrió hace 60 años en los Estados Unidos, parece que la sociedad rusa –liderada por Putin, su señor natural– espera que sean los desposeídos los que le den la victoria en la guerra que ha de devolverles la gloria imperial.

Seguramente ignoran lo difícil que es encontrar en la historia de la humanidad ocasiones en las que los ejércitos mercenarios, sirviendo lealmente a los privilegiados que les pagan su sueldo, aceptan con resignación su papel de carne de cañón en tierra extranjera.

Es mucho más probable que, si la guerra se alarga, hartos de derramar su sangre en beneficio de los demás, terminen imponiéndose a sus señores y eligiendo su propio emperador.

No es por señalar, pero para mí que esta idea ya ha pasado alguna vez por la cabeza de Prigozhin.

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