¿Cómo se puede parar a Putin?
Para el futuro de los europeos, es mejor pararle los pies a Putin en Ucrania, como habría sido mejor haberlo hecho con Hitler en Checoslovaquia
Cuando acaban de terminar las elecciones presidenciales en Rusia, hay quien se pregunta qué herramientas puede haber usado Vladimir Putin para conseguir un 87 % de votos favorables. Es, en mi opinión, una pregunta equivocada. Más que el cómo –pocos observadores dudan de que la cifra la ha decidido el propio dictador, que tiene herramientas sobradas para imponer su decisión sobre la de sus electores– lo que importa es el porqué.
Es evidente que al asesino de Navalni no le pareció suficiente repetir los datos de 2018, en los que se había atribuido una participación del 67 % y un porcentaje de votos favorables del 76 %. Ya entonces eran cifras increíbles en cualquier proceso democrático, y más después de 24 años en el poder. Pero Putin quería más y, sin vergüenza alguna, decidió subir la participación en nueve puntos y el porcentaje de votos favorables en casi once.
Como en los territorios ocupados el listón ya estaba muy alto –por encima del 87 % en todos los falsos referéndums que precedieron a la anexión– y sugerir un paso atrás era impensable, elevó allí el porcentaje algunos puntos más, apuntándose entre el 88 % y el 95 % de los votos de los agradecidos ciudadanos que, si quieren recibir atención médica o cobrar sus pensiones, tienen que solicitar –desde luego voluntariamente– un pasaporte del país invasor. Lo que todavía no se les exige, al parecer, es que se inclinen ante el sombrero del tirano, como dicen que ocurría en la Suiza de Guillermo Tell.
Parece evidente que, con este resultado de las elecciones –tan abultado como innecesario, porque Putin también habría ganado en un proceso limpio– el dictador trata de mandar un mensaje al mundo. Un mensaje más complejo que la mera demostración de que, en Rusia, él hace lo que le da la gana. ¿Cuál es ese mensaje? Como él no nos lo va a decir, permita el lector que especule sobre sus intenciones sabiendo que, como ocurre con toda especulación, podría estar equivocado. Supongo que, si nos atenemos a los antecedentes, cualquier error será a peor.
La amenaza nuclear
El mayor de los problemas que Putin tiene hoy sobre la mesa es encontrar una salida del apuro en que se ha metido en Ucrania. Parece claro que, después de haber descabezado a la compañía Wagner del desleal Prigozhin, la mera prolongación de la guerra no le arrebatará el poder. Pero sí ensuciará su legado y el hombre, que tiene ya 71 años, soñaba con que pasaría a la historia con mejor nota de la que lo hará si es su sucesor, quién quiera que sea, el que tiene que poner fin a la contienda que él comenzó.
Putin prepara a la sociedad para los sacrificios de una guerra larga
Convenciendo a su pueblo –o, al menos, a quienes quieran creerle– de que él y su «operación especial» cuentan con el apoyo masivo de los rusos, Putin prepara a la sociedad para los sacrificios de una guerra larga. Pero no es solo eso. Amenaza, además, a Occidente cuando, desde una posición reforzada –no importa que sepamos que muchos de los votos son falsos, sabemos también que él es quien tiene poder para falsearlos– vuelve a hacer sonar los tambores de una guerra que no sería cualquiera, sino la que podría terminar con la civilización que conocemos.
Vaya por delante que las amenazas nucleares de Putin no son creíbles. Con monótona insistencia, el dictador nos asegura que sus misiles intercontinentales son los mejores del mundo. Seguramente es falso –no hace tanto del fiasco de su última misión a la luna, que no dice demasiado de su tecnología aeroespacial– pero, además, es irrelevante.
Lo que nos defiende de los misiles rusos no es ningún escudo mágico, más allá –y en eso sí tiene razón el dictador– de la tecnología disponible, sino la certeza de que si Putin decide emplearlos cometería un suicidio. Y él, que puede ser casi cualquier cosa, lo que no nos creemos que sea es un suicida: vive demasiado bien. Tampoco lo son quienes le rodean, unas élites serviles que le apoyan a cambio de las migajas que caen de su mesa, pero que no son tan leales a su persona como para dejarse arrastrar hacia una muerte que les dejaría sin migajas y, si de verdad son patriotas –que alguno habrá–también sin Rusia.
Debo recordar al lector más joven que la estrategia de disuasión nuclear que mantuvo el mundo a salvo durante la Guerra Fría se conocía con el nombre de «Destrucción Mutua Asegurada». Para abreviar, solía emplearse el acrónimo MAD, en un macabro juego de palabras que hacía coincidir las siglas en inglés con la palabra «loco». Hoy, todas las piezas de aquella alocada estrategia, en ambos lados del antiguo telón de acero, siguen en su sitio. ¿Cuál de las tres palabras finge Putin no entender cuando nos amenaza?
¿Una huida hacia adelante?
La guerra nuclear es, afortunadamente, muy improbable. Pero lo que sí puede ocurrir es una huida rusa hacia delante. Hoy por hoy, es el arsenal nuclear norteamericano el que equilibra el que Putin heredó de la Unión Soviética. Si en EE.UU. triunfara de nuevo la tentación aislacionista –sería, después de las dos guerras mundiales, la tercera vez que el pueblo norteamericano tropezara con la misma piedra– y un reelegido Donald Trump hiciera realidad sus amenazas de dejar a su suerte a la Alianza Atlántica, el dictador ruso podría atreverse a dar un paso más. Un paso que, con certeza, no sería la invasión directa de un país de la OTAN. Demasiado poco sutil para el siglo XXI.
Como en Ucrania, la posible agresión iría precedida de acciones de lo que llamamos «guerra híbrida», encaminadas a provocar, en el plazo de algunos años, la insurrección de alguna de las minorías de etnia o lengua rusa que existen en muchos países de la antigua Unión Soviética y, más allá, en los límites del imperio de los zares. Eso le daría a Putin la justificación necesaria para poner a prueba el coraje de Europa.
Sin el paraguas de EE.UU., la Unión Europea tendría que tomar decisiones muy difíciles, como sería la de embarcarse en una guerra terrestre contra Rusia bajo la amenaza de las armas nucleares tácticas de Moscú y a la sombra de su arsenal estratégico. La combinación de unas y otras darían sentido a la bien estudiada estrategia rusa de «escalar» en el frente –que para eso sirve el armamento táctico– para «desescalar» bajo la amenaza de llevar la destrucción a nuestras ciudades.
Para el futuro de los europeos, es mejor pararle los pies a Putin en Ucrania
A largo plazo, el riesgo es suficientemente serio para que muchos políticos europeos –desde Scholz a Margarita Robles– nos alerten de lo que puede ocurrir. Pero… ¿por qué dejarse arrastrar a una situación como esa? Lo cierto es que, para el futuro de los europeos, es mejor pararle los pies a Putin en Ucrania, como habría sido mejor haberlo hecho con Hitler en Checoslovaquia.
¿Cómo podríamos hacerlo? No puedo darle la razón al presidente Macron si lo que él sugiere es mandar soldados europeos a combatir en una guerra anticuada, renunciando a las armas y a las tácticas que nos dan ventaja. Mejor que sus tropas, que mande sus aviones Rafale o sus carros Leclerc, algo que él, por el momento, ha preferido no hacer.
Dejando a un lado las lecciones de un Macron que estuvo entre los últimos líderes europeos en dar músculo a su apoyo a Ucrania, tampoco parece que sea suficiente igualar a Rusia en la carrera de la producción de munición. Algo que, por cierto, y si los europeos quieren, debería estar a nuestro alcance por buenas razones demográficas, económicas e industriales.
La carrera que es imprescindible ganar es la tecnológica
Pero, en una guerra que será muy larga, mucho más importante que la competición cuantitativa es la cualitativa. La carrera que es imprescindible ganar es la tecnológica. No podemos dejar que entre Rusia e Irán produzcan más y mejores drones que Europa, más y mejores misiles o sistemas de guerra electrónica. Es preciso devolver a Ucrania la ventaja de la calidad, que en los últimos meses parecer haber perdido, para que sus hombres puedan resistir en el frente sin más sacrificios que los imprescindibles y, si no es posible expulsar de Ucrania a las tropas de Putin –un objetivo militar que sigue pareciéndome inalcanzable– esperar a que lo haga el cansancio de su pueblo.
Es triste llegar a esta conclusión pero, ya que no podemos hacer que sea el propio dictador quien pague el precio de su agresión, es necesario que lo haga la sociedad que, por convicción, dejadez o miedo, lo mantiene en el poder. Por desgracia, siempre ha sido así. Solo la sangre de los hijos de Rusia, derramada inútilmente en tierras ucranianas, puede devolver la paz a las tierras europeas. Rusia incluida.