Palabra y dignidad
En esta España, otra vez vanguardia de lo peor, nadie se sorprende ya si alguien promete lo uno y hace lo contrario sin hacerse el menor reproche
Llevamos en España veinte años directamente enfrentados a la mentira como forma de gobierno, con el principio de contradicción abolido y la semántica secuestrada, protituida y violada en manada.
Lo de la despreciable, ilegal y perversa Ley de Amnistía por la que una mayoría del parlamento pretende que los políticos se perdonan delitos entre ellos para crear un régimen de impunidad para la banda de malhechores que gobierne y reparta favores es una operación criminal que viene de lejos, en el tiempo y en el espacio.
La matanza que acabó con 192 vidas y truncó miles, la misma que nos trajo a José Luís Rodríguez Zapatero, fue el momento inicial para el proceso que pretende cerrarse y blindarse ahora con la exclusión del sistema, definitiva y violenta, de media sociedad española. Nadie ahora mismo puede asegurar que vaya a triunfar. Demasiada miseria moral y corrupción desbordante hay en un poder que se comporta cual banda de forajidos. Pero nadie se atreva a excluirlo.
Siempre recuerdo a Ferdinand Peroutka cuando se habla de la perversión semántica que acompaña a los regímenes socialistas criminales. Y el desapego a todo compromiso de honor que conlleva el rechazo a la mentira y el valor de la propia palabra. Periodista exiliado de la Checoslovaquia comunista utilizaba desde Munich la radio para alentar a sus compatriotas en el paso cotidiano de la resistencia que era la defensa del sentido de las palabras y el respeto a las mismas. Porque eso es lo que marcaba, lo que marca, la diferencia entre los resistentes y los asimilados al sistema, la linea delgada en el abismo que separa tener de referencia la dignidad y el honor o por el contrario la sórdida pulsión por el abuso, el poder de la impunidad y la codicia del resentimiento.
En esta España, otra vez vanguardia de lo peor, nadie se sorprende ya si alguien promete lo uno y hace lo contrario sin hacerse el menor reproche. Es más, muchas veces sin reproche ajeno. Causa estupor, sí, ver a gobernantes afirmar ante las cámaras algo por la mañana y por la tarde negarlo y jurar lo opuesto. Pero no tiene efecto social alguno. Las redes están llenas de grabaciones de declaraciones solemnes de Pedro Sánchez, su gobierno y demás secuaces en las que afirman que es inmoral, ilegal, criminal e inviable lo que han perpetrado este jueves en el Congreso de los Diputados.
Se trata probablemente de la mayor autoimputación colectiva de gobernantes desde los juicios farsa del Moscú de los años del terror bajo Stalin. Con la diferencia de que aquí en España todos los inculpados reconocieron, valoraron y calificaron su crimen -de alta traición y golpe de Estado- antes de cometerlo. Hasta consumarlo el jueves. Y lo hicieron alegremente y sin ninguna coacción ni presión. Ni por supuesto las torturas que sufrieron los muchos Bujarin que balbuceaban sus crímenes reales o inventados por bocas sin dientes y caras convertidas en masa de carne sanguinolenta.
Los crímenes a los que asistimos ahora, esta vomitiva traición y la conspiración para un golpe de Estado y derrocamiento de los poderes legales, especialmente la justicia, son jaleados y aplaudidos por medios públicos y privados convertidos en panfletos de la peor agitación ordenada por el poder. Esto solo es posible después de décadas de degradación en el debate político y la penetración de la miseria moral y la cobardía de la conveniencia en todos los segmentos de la sociedad.
La reconquista de la dignidad de una sociedad abúlica e indolente es la tarea titánica pero necesaria para quienes no queramos dejar a nuestros hijos y nietos en una vida de pesadilla. Por eso hay que restablecer la legalidad, abolir la impunidad y combatir la mentira hasta llevar al banquillo a los malhechores que han perpetrado este crimen.