Perfil
Alberto Fujimori, el «padre» de la decadencia política peruana
Es imposible analizar el rol de Fujimori sin Vladimiro Montesinos, un exmilitar y agente de inteligencia con sólidos vínculos tanto con la CIA y el Mosad
Hasta comienzos de 1990 la vida del ingeniero agrónomo Alberto Kenia Fujimori era más que discreta. Un matrimonio sin sobresaltos con Susana Higuchi del que nacieron cuatro hijos, su cátedra y su labor como decano en la Universidad Nacional Agraria y no mucho más. De política poco y nada, en casa y en el claustro, pero al Perú ya lo gobernaba el presidente más joven de su historia, Alan García, el que por entonces ya había hecho los méritos suficientes para ganarse el apodo que lo iría a acompañar toda su vida: «Caballo loco».
Eran esos días de una inflación descabellada y del avance de los grupos guerrilleros y las reconocidas cualidades políticas del joven García quedaron opacadas por los bríos de ese equino político al que, mientras el gobierno se desvanecía, se refugiaba en otro tipo de carreras o bien en su laboratorio político, de donde iría a surgir una suerte de Mister Jekyll del poniente.
El APRA, el partido fundado por Raúl Haya de La Torre y gerenciado en la modernidad por García, carecía de cualquier chance en aquellos comicios de 1990. El universo político había ingresado en un descrédito absoluto, fruto de los sucesivos escándalos de corrupción y la mala praxis del 'alanismo'.
Por eso no sorprendió a nadie que el escritor Mario Vargas Llosa decidiera poner en juego su reconversión al neoliberalismo y su prestigio en la candidatura a presidente. La primera vuelta la había ganado con holgura, pero la novedad estuvo en el segundo puesto. Un desconocidísimo Fujimori, era el que había captado buena parte del descontento social y se preparaba para pelear en el balotaje, contra el autor de Conversación en La Catedral.
Ahí estaba Fujimori. Conduciendo un tractor y cerrando sus mítines a toda música. Nada más. Para todo lo otro, Alán y el aparato estatal se ocuparon del resto. El enemigo público número uno del 'alanismo' era Vargas Llosa por lo que toda la estructura del APRA y de ciertos sectores de Inteligencia fueron puestos al servicio del candidato nipoperuano, sin saber por entonces que estaban diseñando el monstruo que iría a reformatear el país que sobrevive hasta hoy día. El mismo que lo iba a condenar a un largo exilio de 11 años.
El primer outsider no demoró, prácticamente, nada en poner manos a la obra. Desde el minuto cero, apostó a un novedoso populismo para llevar a cabo un feroz ajuste fiscal y una política neoliberal que se iba chocando con múltiples escollos. Por eso en 1992 y de la mano del exjefe de inteligencia, Vladimiro Montesinos, ordenó el cierre del Congreso, en una suerte de autogolpe, dando inicio a lo que se conoció como el «fujimorato».
Es imposible analizar el rol de Fujimori sin Montesinos. Un exmilitar y agente de inteligencia con sólidos vínculos tanto con la CIA y el Mosad como con los carteles de la droga colombianos, esta suerte de 'Monje negro', no solo articuló el apoyo de los militares, sino también manejo a discreción el espionaje y diseñó un modelo para la prensa, conocido como «la prensa chicha», constituidos en varios de los pilares de aquel gobierno de facto que se extendió hasta el año 2000.
Aquella década estuvo marcada por la «guerra con Ecuador», la persecución a todo aquello que oliera a política convencional, basada en una feroz represión y el combate sin cuartel a la guerrilla maoísta de Sendero Luminoso y al Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA).
Paradójicamente, Fujimori alcanzaba índices de popularidad envidiables para muchos de sus colegas en la región, aun cuando no escatimaba en escándalos como su escandaloso divorcio de Susana Higuchi, quien luego sería perseguida sin cuartel desde el gobierno.
Pero fue aquel 17 de diciembre de 1996, la fecha en el quedó marcado «un antes y un después» en la historia del «fujimorato». La toma armada de la residencia del embajador japonés en Lima, por parte del MRTA, el día que se celebraba el cumpleaños del emperador Akihito, iría a marcar el verdadero perfil represor de la dupla Fujimori-Montesinos.
La toma terminó el 22 de abril, con el ingreso armado de un grupo de elite de las Fuerzas Armadas y la participación previa del aparato de inteligencia y de la labor sin par de uno de los «mediadores» monseñor Juan Luis Cipriani. La orden de la dupla del poder fue la de «no dejar a ningún guerrillero con vida», aun cuando muchos de ellos ya se habían rendido.
A partir de allí, el momento de mayor popularidad del mandatario nipoperuano, comenzaría su declive. Poco parecía que importara ya, socialmente, el control de la insurgencia ni los logros económicos. El clima político se tornaba irrespirable y las denuncias contra Montesinos, un otrora colaborador del gobierno de Velasco Alvarado (1968-1975) e hijo de un matrimonio de militantes comunistas, se multiplicaban por doquier.
Fue en aquellas elecciones del 2000, cuando terminaría de cortarse la cuerda del fujimorismo. Unos comicios cargados de persecución contra los opositores y con múltiples denuncias de irregularidades, derivaron en un triunfo del «Chino» (como se lo apodaba popularmente), cuestionado nacional e internacionalmente, pero fue recién cuatro meses después cuando se difundieron los conocidos «Vladivideos», donde aparecía Montesinos sobornando a un congresista, que forzó a la renuncia de Fujimori desde Japón (donde se encontraba de gira) y la designación de un gobierno provisional, a cargo de Valentín Paniagua, quien volvió a convocar a elecciones.
Fujimori se refugió en Chile, donde fue detenido en el 2005, acusado de delito de lesa humanidad y malversación de fondo públicos, fue extraditado, juzgado y condenado a 25 años de cárcel, hasta que el pasado 23 de diciembre fue liberado bajo la figura de un indulto humanitario a raíz del cáncer que terminó costándole la vida.
Desde su llegada al poder en 1990 hasta su último suspiro, su figura marcó a fuego la polarización de la sociedad peruana. Su hija Keiko (su frustrada heredera política), llegó a lazarlo como candidato a la presidencia aun sabiendo que está inhibido judicialmente y lo que es más singular: después de él todos los presidentes elegidos por el voto popular terminaron, indefectiblemente, con cargos en la Justicia y en la cárcel, convirtiéndolo en una suerte de pater in extremis de la decadencia política en su versión peruana.