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François Bayrou, nuevo primer ministro de Francia

François Bayrou, nuevo primer ministro de FranciaEFE

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François Bayrou, nuevo primer ministro de Francia, cumple su sueño en las peores circunstancias

François Bayrou (Bordères, 25 de mayo de 1951) soñaba con ser primer ministro de Francia desde hace más de dos décadas; sobre todo desde el invierno de 2017, cuando se retiró de la carrera presidencial de aquel año para no entorpecer la candidatura de Emmanuel Macron. Pensó entonces que el nuevo y jovencísimo jefe de Estado le devolvería el favor entregándole la jefatura del Gobierno. Pero no: le nombró ministro de Justicia, cargo en el que duró apenas un mes, al ser obligado a dimitir por su imputación en un caso de malversación de fondos públicos similar al que asola hoy a Marine Le Pen. Bayrou hubo de esperar a febrero del presente año para quedar absuelto de todos los cargos.

Podría haber utilizado ese largo periodo de tiempo para ejercer de víctima y denunciar «conspiraciones» a diestro y siniestro. Sin embargo, logró permanecer como pieza imprescindible del debate político, a través de la cincuentena de diputados de su partido, el MoDem (acrónimo de Movimiento Demócrata) en la Asamblea Nacional (AN) y, sobre todo, por medio del Alto Comisariado para el Plan, el premio de consolación que le ofreció Macron mientras duraba su «travesía del desierto». Bayrou logró hacer de esa estructura administrativa algo indeterminada el think tank oficioso de los sucesivos gobiernos macronianos, produciendo interesantes ideas, si bien casi ninguna ha sido aplicada.

Aunque sin desanimarse nunca. El motivo es sencillo: Bayrou es, ante todo, un luchador político de largo recorrido. Lleva dedicado en exclusiva a la cosa pública desde hace más de cuarenta años, interminable ciclo en el que ha liderado cuatro partidos distintos, que manipuló a su conveniencia para satisfacer su inagotable ambición. Sin ir más lejos, en el camino dinamitó la tradición democristiana francesa, la que empezó con el beato Ozanam y siguió, entre otros, con Robert Schuman y Georges Bidault: hoy en día, las temáticas clásicas de la Doctrina Social de la Iglesia le traen sin cuidado. De esa herencia, solo subsiste su compromiso europeísta.

Este doctor en Literatura Moderna y padre de seis hijos empezó, como todo político francés que se precie, en los gabinetes ministeriales antes de iniciar su andadura confrontándose al sufragio universal, habiéndolo sido prácticamente todo –diputado, ministro de François Mitterrand en tiempos de cohabitación, presidente de provincias y alcalde– salvo presidente de la República.

No será por no haberlo querido: tres veces consecutivas se postuló al Elíseo entre 2002 y 2012, siendo en la edición de 2007 cuando estuvo a punto de disputarle la segunda vuelta a Nicolas Sarkozy, su mayor enemigo político. La socialista Ségolène Royal se interpuso entre ambos: aún regía un bipartidismo que Bayrou ya se empeñaba en reventar, pues le acusaba de ser responsable de todos los bloqueos de Francia. El órdago no fue posible, pero Bayrou aprovechó la ocasión para certificar su divorcio para con la derecha en general y Sarkozy en particular: mientras el entonces flamante inquilino del Elíseo iniciaba su giro conservador, el aprovechó el momento para proclamarse adalid del centro, una competición que, a la larga, terminó ganando Macron. Ahora le toca sacar del atolladero a este último y, por supuesto, a un país, Francia, que se encuentra en una situación política, económica y social crítica.

Tal vez, para intentar conseguir un mínimo de estabilidad –en todos los sentidos– podría recurrir a su biografiado Enrique IV, el primer Borbón y, sobre todo, el monarca que pacificó Francia en el siglo XVI –«París bien vale una misa»– tras las años de guerras de religión. Enrique IV había nacido en la pirenaica Pau, ciudad de la que Bayrou es alcalde desde 2014. Mas fue en Estrasburgo donde en 2002 hizo gala de una autoridad que le hará mucha falta a partir de ahora: visitando una barriada empobrecida de la capital alsaciana, dio un cachete a un joven que le había metido la mano en el bolsillo. El gesto le hizo ganar inmediatamente dos puntos en las encuestas presidenciales de ese año. Insuficiente, pero ganó credibilidad entre todos los franceses. Ahora, deberá demostrar que la sigue teniendo.

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