Everybody lies. Todo el mundo miente
En nuestra cómoda visión cosmopolita del votante trumpista, imaginamos a una turba de paletos reprimidos en mitad de Iowa o Texas, votando a Trump con el fin de restaurar una visión medieval de la familia y la sexualidad que nosotros, urbanitas educados y refinados, ya hemos dejado atrás

Un texano portando la bandera de Estados Unidos y de Texas
Una pausa de la realidad: humor incómodo
A veces merece la pena apartarse un rato de las guerras reales, comerciales e ideológicas, para adentrarnos en la verdadera intimidad de los países en los que vivimos. Advertencia amistosa: este artículo contiene generalizaciones salvajes, prejuicios sin complejos y asunciones políticamente incorrectas que, aunque no sobreviven al rigor académico, quizá revelen verdades que preferimos ignorar.
El libro que revela nuestras mentiras
Hace algunos años, un amigo español me regaló un libro del ex-Google Seth Stephens-Davidowitz titulado Everybody lies –Todo el mundo miente–. En este libro, Seth demuestra algo que ya sospechábamos: mentimos descaradamente cuando se nos pregunta sobre temas sensibles. Nadie quiere ser señalado como racista, homófobo o insensible, así que respondemos siempre con una sonrisa ejemplar. Pero otra cosa muy distinta sucede cuando estamos solos, protegidos tras la pantalla de nuestro buscador favorito. Ahí sí que confesamos, sin rubor, nuestras verdades más inconfesables.
La premisa del libro es sencilla pero contundente: nuestras búsquedas en internet predicen mejor nuestras opiniones reales que cualquier encuesta o declaración pública. Stephens-Davidowitz investigó así diversas áreas de la sociedad americana: racismo (más extendido de lo que queremos admitir), conductas sexuales (con cifras bastante más bajas de homosexualidad que las publicadas por medios tradicionales, incluso en San Francisco) y otros tabúes sociales. Como concluye el autor, Netflix sabe mucho más sobre nuestros gustos reales por lo que realmente vemos, no por lo que decimos querer ver.
Sexo y política: las apariencias engañan
Con esta idea traviesa en mente, decidí explorar lo que podrían revelar nuestros hábitos sexuales sobre nuestras inclinaciones políticas. La lógica clásica sugiere que las sofisticadas costas este y oeste de Estados Unidos, con su población más educada, liberal y urbanita, deberían gozar de una vida sexual más abierta, aventurera y, por supuesto, más satisfactoria. El inverso parecería también ser cierto. Cuanto más tolerante, o liberal, es el sujeto, mayor es la probabilidad de que el votante sea progresista….. Pero mis averiguaciones –superficiales, pero entretenidas– apuntan exactamente en la dirección contraria.Trump country: ¿paletos o campeones del placer?
En nuestra cómoda visión cosmopolita del votante trumpista, imaginamos a una turba de paletos reprimidos en mitad de Iowa o Texas, votando a Trump con el fin de restaurar una visión medieval de la familia y la sexualidad que nosotros, urbanitas educados y refinados, ya hemos dejado atrás. ¡Qué sorpresa nos llevamos al descubrir que el promedio semanal de encuentros íntimos en Iowa (1,5) supera al de California (0.9)! O que los estados rurales suelen iniciarse antes en el sexo que los modernos adolescentes de Nueva York o Boston. Y sí, también resulta que el consumo relativo de pornografía es mayor en regiones rurales que en las elitistas zonas urbanas.
Pero hay más: mientras en la metrópoli triunfa la obsesión por los libros de autoayuda sobre cómo reactivar la chispa perdida y se dispara el uso de apps como Tinder, Bumble o Grindr en busca de la conexión perfecta (y efímera), en las zonas rurales parece prevalecer un enfoque más sencillo y efectivo: menos palabras, más acción, menos «match» digital y más encuentros reales. Además, las estadísticas indican que la satisfacción sexual reportada es significativamente mayor en parejas estables y de largo plazo. Algo mucho más común en esos estados del cinturón agrícola, que en el frenético mundo de las citas urbanas, donde el catálogo interminable de opciones parece provocar más ansiedad que placer.
La felicidad sexual rural: teorías alternativas
Claro que estas cifras tienen varias explicaciones posibles: quizá la ausencia de una amplia oferta de entretenimiento lleva a buscar diversión online; o quizá la escasez de potenciales parejas obligue a «entrar en acción» antes; o tal vez, simplemente, el sexo sigue siendo la opción más económica para pasar un buen rato.
Pero permítanme proponer otra hipótesis divertida (y provocadora): quizá ocurre que en nuestros sofisticados apartamentos de Manhattan, París, Barcelona o San Francisco, tras consumir una buena dosis de informativos apocalípticos en CNN, MSNBC o la BBC, saturados del calentamiento global, la inflación y la extinción del lince ibérico, solo nos queda retirarnos cabizbajos al dormitorio, abrir la mesilla y dejarnos consolar por el fiel Satisfyer o alguna página web poco recomendable. Mientras tanto, nuestro vecino vegano está demasiado ocupado debatiendo la ética del tofu en Instagram como para tener tiempo siquiera de recordar que el contacto humano real existe.
Mientras tanto, nuestro imaginado granjero de Iowa o el camionero de Texas, tras una larga jornada laboral bajo el sol, llega a casa y encuentra consuelo real y tangible junto a su pareja, indiferente a las tensiones geopolíticas de países cuyo nombre ni siquiera puede deletrear. Allí, el Satisfyer no está, ni se le espera.
Más allá de la caricatura
¿Quién es más feliz? No tengo ni idea. Pero sospecho que nuestra forma de ver a los votantes de otras naciones –simplista, caricaturesca y algo arrogante– es claramente insuficiente. Esta caricaturización no solo afecta nuestra comprensión de la sexualidad ajena, sino también nuestra interpretación política y social. Me resulta difícil soportar, sin cierta sonrisa irónica, las soflamas de algunos amigos europeos que pintan al votante estadounidense como un ignorante que «no sabe ni dónde está España en el mapa», a pesar de que la mayoría de los españoles no tienen ni flowers de donde está Albany, capital de un estado con un PIB mayor al de España, o cual es la capital de Florida, otro estado que supera en riqueza a España con la mitad de la población (y donde, curiosamente, es más fácil encontrarse con un cocodrilo en el jardín que con alguien que conozca Cáceres).
Tampoco tengo altos niveles de tolerancia para mis amigos americanos que extrapolan la imagen del parisino revolucionario, con las piernas cruzadas cuan Jessica Ábalos en un café, fumándose un piti liado y tomándose su Absynthe, como si fuera imagen fiel del europeo medio. Todos, en Texas, Nueva York, Cáceres o el Barrio de Salamanca, somos criaturas complejas y multidimensionales. Estas caricaturas no solo distorsionan nuestra comprensión de la sexualidad ajena, sino que también simplifican groseramente nuestra percepción política y social, llevándonos a creer cómodamente que «ellos» siempre están equivocados y nosotros siempre acertados. Incluso en nuestros hábitos sexuales. Americanos o sevillanos. Con Satisfyer o sin él.