Cómo es la vida en el epicentro del ataque de Hamás el 7 de octubre: «Ahora no es tiempo de llorar, es hora de luchar»
El impacto psicológico del ataque ha sido devastador. Aunque la vida en otros lugares de Israel continúa, en este kibutz el tiempo parece congelado en la mañana del 7 de octubre
El fin del alto el fuego divide a Israel: del «no habrá futuro con Hamás» a las lágrimas por los rehenes que siguen en Gaza

Kiburtz de Kfar Aza, uno de los epicentros del ataque de Hamás
El kibutz de Kfar Aza donde ocurrió uno de los ataques más brutales del 7 de octubre parece detenido en el tiempo. Las calles, sin señalización, están marcadas por las huellas de la destrucción: casas quemadas, ventanas destrozadas y muros perforados por los disparos. A pesar del silencio que domina el lugar, la memoria de lo que ocurrió sigue viva en los objetos abandonados: una bicicleta infantil oxidada, un cuaderno en el que ya no se escribirán más palabras, un espejo roto en el que nadie volverá a reflejarse.
Desde octubre de 2001, fecha que citan los residentes como inicio de las hostilidades, la comunidad ha soportado constantes ataques. Se han lanzado más de 30.000 cohetes desde Gaza. En primavera y verano, los vientos traen globos con explosivos, una amenaza aparentemente inocente que ha obligado a los residentes a vivir con una alerta permanente. En 2008, los drones comenzaron a lanzar pequeños trozos de tela con explosivos atados. Con el paso de los años, los ataques evolucionaron: al principio, cohetes de gran tamaño eran interceptados por la Cúpula de Hierro, pero luego se recurrió a misiles más pequeños, diseñados para evadir el sistema de defensa. Todo esto era una preparación silenciosa para lo que ocurriría el 7 de octubre de 2023.
El ataque no fue improvisado. Durante años, Hamás planeó la incursión, reuniendo información precisa sobre los kibutz y sus habitantes. Aquel sábado por la mañana, unos 5.800 combatientes cruzaron la frontera y entraron en territorio israelí. Lo hicieron con una estrategia clara: drones neutralizaron las cámaras de seguridad antes de irrumpir en las comunidades. Sabían qué casas atacar y dónde encontrar a sus víctimas. Vestidos con uniformes similares a los del Ejército israelí, lograron confundir a los residentes. Algunos sobrevivientes recuerdan cómo estuvieron a punto de pedir ayuda a quienes creían soldados, hasta que notaron que portaban AK-47, un arma que el Ejército israelí no utiliza.
Uno de los testigos del ataque recuerda cada instante de aquella mañana. «Nos metimos en el refugio sin saber exactamente qué estaba pasando. Sabíamos que probablemente había terroristas en el kibutz. Después de unos 15 minutos, los escuchamos. Mi vecino me pidió que buscara a su esposa y la encontré muerta. No era momento de llorar, era momento de luchar. Después de otros 15 minutos, otro vecino me preguntó por un amigo suyo, pero no pude salir porque los terroristas estaban fuera de mi casa. Nos escondimos debajo de la cama. Mi esposa me preguntaba cuándo llegaría el ejército. Seis horas después, vinieron los tanques. A las 11 de la mañana nos evacuaron y nos llevaron al norte. Pasamos unos días con mi hermana y luego nos trasladamos a Tel Aviv para el funeral. Después de ocho semanas, decidimos regresar al kibutz. Solo dos personas vivían aquí. El Gobierno no quiere que volvamos. Es más fácil reconstruir los kibutz si están vacíos. Pero algún día cambiará el Gobierno, y cuando eso pase, espero que las cosas sean diferentes. Este Gobierno no nos ayudó».
Una de las casas del kibutz, arrasada por los disparos
El ataque no fue contenido rápidamente. El último combatiente de Hamás fue abatido el 10 de octubre a las cinco de la tarde. Durante esos días, los enfrentamientos en los kibutz se volvieron caóticos. Al no haber señalización en las calles, los terroristas se movían con facilidad y se escondían en los lugares más insospechados. Cuando los soldados israelíes entraron, fueron emboscados por atacantes que ya estaban esperándolos.
El impacto psicológico del ataque ha sido devastador. Aunque la vida en otros lugares de Israel continúa, en este kibutz el tiempo parece congelado en la mañana del 7 de octubre. Pocos han regresado. Unas 30 personas han vuelto, pero ningún niño. La ausencia de los más pequeños es un recordatorio de que la comunidad aún no ha logrado recuperar la sensación de seguridad.
Frente a muchas casas hay memoriales improvisados con los nombres de quienes murieron. «Yubal Buyum fue brutalmente asesinado en esta casa», dice un cartel en la entrada de una vivienda destrozada.
A pesar de todo, algunos residentes se aferran a la idea de reconstruir. «A mí me gustaría pensar que podemos volver a coexistir. No hace falta que seamos amigos, solo saber estar cerca», dice uno de ellos. Pero la incertidumbre es grande. No saben si será posible regresar a la normalidad o si este kibutz, alguna vez hogar de cientos de personas, quedará vacío para siempre.

Los gemelos Ziv y Gali Berman siguen siendo rehenes de Hamás
Mientras tanto, la guerra continúa. La amenaza de otro ataque sigue presente, y la vida en esta parte del mundo sigue marcada por la violencia. Pero para quienes han decidido quedarse, rendirse no es una opción. «Ahora no es tiempo de llorar, es tiempo de luchar», repiten una y otra vez. Y con cada día que pasa, intentan reconstruir lo que Hamás intentó borrar en cuestión de horas.
Preguntados por si veían una solución posible al conflicto, en un encuentro que tuvo lugar justo el día antes a que Israel rompiese el alto el fuego en Gaza, las opiniones eran divididas. «No quiero ningún tipo de paz con los que mataron a mi exmarido» afirma una. Otro residente, en cambio, sueña con la paz, aunque reconoce que «probablemente no la veré mientras viva». Efectivamente, con las últimas decisiones de Netanyahu, esa probabilidad vuelve a quedar muy lejana.