Elecciones y justicia transicional en Venezuela
Al Estado terrorista debe seguirle un Estado reparador. Y ese Estado reparador debe promover una mentalidad política, fundamentada en la tradición milenaria del Occidente judeocristiano
Hay que recordar a esta hora que una de las más importantes aspiraciones del cambio político en Venezuela es el establecimiento de un Estado de Derecho real y efectivo. Ese Estado de Derecho tiene que ser radicalmente distinto del Estado terrorista que ha construido el régimen de Maduro.
El Estado de Derecho al que aspiramos se traduce en un poder judicial altamente profesional, independiente del resto de los poderes, especialmente del poder ejecutivo; inseparable de los dictados de la Constitución y las leyes; garante del principio de igualdad de las personas ante la ley y también de los Derechos Humanos; accesible, transparente y participativo; y, muy importante, que esté obligado a rendir cuentas de sus actuaciones, en todos sus niveles.
Que Venezuela vive bajo un Estado terrorista lo prueban las realidades de todos los días. Militares que acosan a trabajadores en sus centros de trabajo o que, en acuerdo por organismos policiales, impiden la realización de actos de campaña electoral; militares y policías que niegan el derecho consagrado en la Constitución, de libre movilidad por el territorio nacional; que persiguen a los pequeños comerciantes por vender un plato de comida o una botella de agua a un ciudadano opositor.
El Estado terrorista es el que ordena que el SENIAT cierre negocios por no practicar la exclusión entre sus posibles clientes. El Estado terrorista es el que secuestra a personas que apoyan el cambio político: les inventa expedientes, los encierra en cárceles donde reina la putrefacción, les niega el derecho a la defensa y extorsiona a los familiares; el Estado terrorista de Maduro y su régimen es el que ha creado una estructura, que financia y protege, que practica la tortura contra civiles y militares.
El cambio al que aspiramos se opone al modelo, a la lógica, a los procedimientos, a las ejecutorias del Estado terrorista. Por lo tanto, no debe ser creado para realizar una vendetta, para convertirse en una entidad que persiga a los ciudadanos que han apoyado o apoyan a Chávez, a Maduro o que son parte del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), o de otras organizaciones que forman parte de la órbita del régimen.
Lo ha dicho de forma reiterada, Edmundo González Urrutia: la política debe ser de reconciliación, de restitución de libertades para el libre ejercicio político. A nadie se debe perseguir o estigmatizar por su posición política. Y en la Venezuela que viene, el chavismo, en sus distintas variantes, debe tener un espacio propio y legítimo, como cualquier otra corriente ideológica o del ejercicio político.
Esto que he dicho hasta aquí, parece obvio, pero no lo es. Y no lo es porque en el conjunto de seguidores del régimen hay delincuentes, una minoría que, de forma sistemática y haciendo uso abusivo de su poder, de sus relaciones y con la abierta complicidad de ciertas autoridades, han cometido delitos, algunos de ellos especialmente graves. Parece muy claro decir: sólo se castigarán a los que hayan cometido delitos y no más.
Sin embargo, se trata de realidades y decisiones muy complejas, que no se limitan a juristas, jueces, autoridades y expertos.
La experiencia acumulada en los países de Europa del Este o en América del Sur, que transitaron de dictaduras a modelos democráticos, nos recuerda que, a pesar de que el tema de la justicia transicional (o del perdón político, en una perspectiva histórica de mayor alcance), apenas había sido debatido antes de que el cambio político se produjera, cuando el nuevo poder se instauró, de inmediato comenzó una controversia, la mayoría de las veces en forma de agrias denuncias, de posiciones extremas, con tendencia a las generalizaciones.
Es decir, la materia se convirtió en un hervidero de advertencias y exageraciones, afirmaciones irreales, y hasta de rumores e infundios.
¿Qué nos dicen esas experiencias? Que los términos de la justicia transicional deben debatirse desde ahora. No debería dejarse para después, cuando será innecesariamente tarde.
Hay que fomentar la comprensión de lo que significa la justicia transicional, con sus múltiples complejidades. Hay que reivindicar el valor y los principios del Estado de Derecho.
Hay que hacer campañas que expliquen lo pernicioso de las generalizaciones. Hay que fomentar el respeto a las diferencias políticas.
Pero todavía hay una cuestión fundamental que no puede olvidarse ni posponerse: en el debate público sobre la justicia transicional deben participar las víctimas y sus familiares. Hay que escuchar sus testimonios y demandas.
Y producto de ese intercambio tendrá que surgir, necesariamente, una especie de Programa Nacional de Reparaciones a las Víctimas, reparaciones que deben ser económicas, legales, sociales, sanitarias, sicológicas y también simbólicas.
Al Estado terrorista debe seguirle un Estado reparador. Y ese Estado reparador debe promover una mentalidad política, fundamentada en la tradición milenaria del Occidente judeocristiano: que el más importante motor del perdón, en todas sus dimensiones, es el arrepentimiento.