Bach hoy no podría
La comunicación instantánea e internet han creado una epidemia de déficit de atención que va contra el pensamiento creativo
La vida está llena de regalos extraordinarios emboscados en los repliegues de lo cotidiano. ¿Hay mayor placer que levantarse un sábado a la mañana sin sensación de prisa alguna y con todo un espléndido día de otoño por delante? Disculpen que me ponga estupendo: un desayuno sabroso, degustado con la morosidad que las jornadas laborables no permiten, y luego un buen café repasando la prensa con sosiego. Por último, para rozar ya al paraíso en la Tierra: música. Vivimos en un tiempo inquietante, pero también afortunado en muchísimos aspectos que ni siquiera valoramos. Mientras los mecenas de antaño necesitaban reunir a varios músicos y a un coro para disfrutar de las partituras sofisticadas que les escribían sus maestros de cámara, nosotros con un servicio de streaming y un pequeño altavoz de sonido cristalino tenemos lo mejor al alcance de la yema del dedo y en cualquier instante. Así que desde el móvil hago que suene la Misa en si menor, BWV 232 de Johann Sebastian Bach, en la versión del director John Eliot Gardiner y el Coro Monteverdi. La sala comienza a levitar.
En 1817, Hans Georg Naegeli, el gran editor musical y crítico suizo, la calificó como «la mayor obra musical de todas las épocas y de todas las gentes». Es, ciertamente, un monumento de la civilización occidental, esa que ahora a veces desprecian por mandato de tontunas revisionistas y correcciones políticas. Hay quien sostiene que la música de Bach eleva de tal manera a sus oyentes que a algunos ateos al escucharla les entra una duda razonable. Tal vez por eso Gardiner tituló su biografía del compositor alemán como Música en el castillo del cielo y define la Misa en si menor como «el más épico de todos los viajes».
Pero Bach no le llevó dos tardes levantar esa catedral sonora. Le costó tres lustros de trabajo, dudas, correcciones, innovaciones. Todo arrancó en 1733, y de manera un tanto interesada. En los días de luto y silencio por la muerte del elector de Sajonia, el compositor luterano se propuso ganarse en favor del sucesor católico del gobernante componiendo una misa latina completa. Pero solo logró culminar el esfuerzo en 1749, un año antes de morirse. Llevó a cabo las últimas revisiones casi totalmente ciego –se cree que por causa de una diabetes– y la Misa nunca se interpretó completa durante su vida, hubo que esperar a mediados del siglo XIX.
Bach no tuvo una vida fácil. Doce de sus veinte hijos murieron antes de cumplir los tres años y para ganarse el caldo hubo de buscarse el favor de los mecenas y trabajar como concertista, profesor, cantor… Pero la Misa en si menor desprende luz, alegría, una exaltación de la divinidad que exuda dicha. Es la obra de un genio que reconoce que su fe es el más espléndido e inabarcable de los regalos y quiere transmitirlo.
Imaginemos ahora que el cantor de Leipzig hubiese vivido en el tiempo presente. ¿Habría sido Bach capaz de completar su ingente obra? No lo creo. Cada veinte minutos lo sobresaltaría un mensaje de guasap, o un correo pitando en su ordenador. La curiosidad lo llevaría a la pantalla de internet, para consultar las noticias, los vídeos llamativos, las novedades de algunos colegas… De lograr un mínimo éxito, tendría que atender a sus redes sociales, conceder alguna entrevista, hacer largas giras, asistir a seminarios y encuentros culturales con otros músicos, participar en bolos organizados por las consejerías de cultura de su lander, recibir premios o participar en jurados… No habría lugar para la introspección sosegada, ni para el aburrimiento solitario que abona la creatividad. No habría tardes muertas para «aprender del tiempo perdido», como reza una vieja canción de Neil Young.
Vivimos en un mundo con una epidemia galopante de déficit de atención. Donde ya aceptamos descortesías como comensales que consultan el móvil ajenos a la conversación común de la mesa. Donde Facebook nos amenaza con implantar un «metaverso», una «experiencia inmersiva y multisensorial», que en la práctica nos convertirá en islas aisladas de los demás, fugados a paraísos artificiales tras nuestras gafas de realidad virtual. Donde el ritmo palpitante al que nos han acostumbrado las pantallas dificulta el esfuerzo de atención que requiere cualquier texto un poco difícil y/o valioso. Donde una serie en una plataforma es más tentadora que un libro.
Bach hoy escribiría canciones para Lady Gaga y Adele. No le daría tiempo a mucho más. ¿Cuál será el mayor lujo del futuro, el signo que distinguirá al triunfador absoluto? No tener teléfono móvil ni internet.