Mala gente
¿A qué esperan los muchísimos catalanes con la conciencia en su sitio para manifestarse en Canet en apoyo a esa familia acosada por fanáticos?
Cuando el poder ahoga con un pensamiento obligatorio, lo fácil es dejarse llevar. Ante una ideología maligna y avasalladora, si cultivas la indiferencia, si logras pasar desapercibido, podrás vivir muy bien, aunque en tu fuero interno te repugne lo que soportas. Sucedía en Alemania en la crecida del nazismo, o al otro lado del Telón de Acero bajo la bota comunista. Disentir requiere valor y una enorme integridad. Por eso las personas que durante las décadas de sangre de ETA se atrevieron a significarse en el País Vasco fueron verdaderos héroes. Lo fácil era callar, pasarlo bien en el txoko y la taberna con «la cuadri», simular que la vida era normal. Colocarse del lado de España, que equivalía a alinearse con la libertad y disentir del nacionalismo obligatorio, te suponía vivir escoltado, o morir cualquier mañana despanzurrado por una bomba. Era más cómodo no hablar. Pero cuando el silencio se torna colectivo acaba envenenando el corazón de una sociedad. Así ocurrió en el País Vasco, donde andando el tiempo, la Iglesia local y el partido hegemónico, el PNV, tuvieron que acabar pidiendo perdón a las víctimas por su indiferencia, por no haber estado con ellas cuando debieron.
Una carcoma similar mina ahora a la sociedad catalana. Lo que le están haciendo el poder nacionalista catalán y parte de sus vecinos a ese niño de cinco años de Canet de Mar es repugnante. No estamos hablando de ninguna dictadura hórrida. Estamos hablando de España, uno de los países punteros del mundo, una democracia avanzada. No estamos hablando de un inframundo. Estamos hablando de un pueblo costero y turístico a solo 40 kilómetros del centro de Barcelona. Pero vemos cómo el poder separatista regional y parte de los vecinos le hacen la vida imposible a un niño de cinco años y sus padres solo porque tuvieron la oprobiosa, la imperdonable iniciativa, de pedir que se cumpla la ley y su chaval pueda recibir el 25 % de las clases en español (6,5 horas semanales).
Asistimos a comportamientos realmente repulsivos. Han filtrado la identidad y dirección de la familia en un digital nacionalista. Los han amenazado en Twitter de manera salvaje («me apunto a apedrear la casa de ese niño, que se vayan fuera de Cataluña, no queremos supremacistas castellanos»). El consejero de Educación ha acudido a la escuela del pueblo. Pero no para defender al menor acosado, sino para echar más leña al fuego y animar a sus acosadores. Padres de alumnos que son compañeros de ese crío se han manifestado contra la familia delante del colegio. Da grima también observar en directo cómo opera la ley del silencio; ver a los vecinos interpelados por los reporteros de televisión acelerando el paso para no dar la cara por esa familia, o balbuciendo unas frases esquivas, porque no conviene significarse, incluso aunque pienses que los agredidos tienen toda la razón.
Hay mala gente en Canet del Mar. Es así. Cuando se filtró el rumor de que la familia regentaba una frutería les faltó tiempo para animar a un boicot contra el negocio «fascista». Les hacen el vacío social. Hay padres de la escuela que han pedido que «se expulse» al niño, compañero de sus hijos. Algún exaltado ha llamado en las redes a quemar su casa. La familia lleva cuatro días protegida por los Mossos debido a las amenazas.
Nada cabe esperar del Gobierno de Sánchez, porque es rehén absoluto de los separatistas que impulsan toda esa ola de odio. Pero sí de los muchísimos catalanes de conciencia bien calibrada. ¿A qué esperan para acudir a Canet y marchar por sus calles en apoyo de esa familia? ¿Dónde está la solidaridad activa de la Cataluña cuerda, su protesta frente a ese oprobioso disparate? ¿O es que la batalla ya está totalmente perdida y hay que resignarse a vivir bajo esta nueva, sutil y pestilente forma de «apartheid»? Canet es un test de hasta dónde ha llegado la carcoma.