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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Verónica Forqué y el pozo

La comedia y la tragedia en las dos caras de la misma moneda y, como siempre, la fragilidad de la condición humana

Actualizada 19:04

Vittorio Gassman, que se murió de un infartazo en el cambio de siglo con 77 años y demasiado tabaco en las arterias, constituyó una cima del cine y el teatro italianos. ¡Vaya actorazo, qué presencia! Gastaba físico anguloso, personalidad magnética y una voz de bronce, capaz de destilar poesía hasta leyendo el prospecto de un jarabe. Era además un intelectual de la escena. También un Don Juan contumaz e infalible, de ahí el mote que le regalaron los italianos: «Il Mattatore». Pero dentro de él habitaba una falla oscura, muy dolorosa, que se abría sin razón aparente y lo engullía: la depresión. «Tengo mucho dinero. Tengo muchos amigos. Tengo mujer y cuatro hijos. Dicen que soy uno de los tres actores más grandes del mundo. Entonces, ¿por qué todo se diluye en una sensación de vacío perpetuo?». Las ganas de vivir se le escurrían por temporadas. En su crepúsculo incluso hubo estancias en un hospital psiquiátrico romano.

Gassman no disfrutaba del extraordinario consuelo de la fe. O tal vez sí. Se definía como ateo dubitativo. Acostumbraba a buscar calma en los retiros del monasterio de San Gregorio al Celio, en Roma. Allí trabó amistad con un monje melómano. Una noche el divo lo llamó por teléfono: «¿Sabes qué te digo? Que al final me fío y me pongo en manos de Dios». Al día siguiente se le paró el corazón.

La depresión no entiende de glorias mundanas. Bruce Springsteen ha contado en sus honestas memorias que en la cima de su éxito se sorprendía llorando desconsoladamente mientras conducía o caminaba. Al final descubrió que había heredado los problemas psíquicos de su padre. Lo solventó con fármacos que repararon el equilibrio clínico de su mente. Otras veces el abatimiento radical atiende simplemente a los reveses de la vida: perder un ser querido, un trabajo, el naufragio de un gran amor… Vivir es una prueba de esfuerzo y no todo el mundo aguanta.

Verónica Forqué fue una actriz muy popular en los ochenta. Bordaba los papeles cómicos y encarnaba en cierto modo el espíritu de aquella época, un tiempo de estreno de nuevas libertades, de expectativas y de bastante juerga. Pelirroja de sonrisa ancha, voz peculiar y brillantes ojos azules; trabajó con Trueba, Almodóvar, Colomo… que solían darle roles de ingenua con salidas descacharrantes. Venía de familia de artistas –un abuelo músico fue incluso secretario de Gardel en Argentina– y coleccionaba premios Goya: ganó cuatro.

El mundo del cine se torna ingrato con muchas actrices según van cumpliendo años. A ella también le ocurrió. Continuó trabajando, sí, pero ya no era lo de antes. En 2014 se sumó otro palo: la ruptura con su marido, un director de cine, su pareja desde hacía 33 años. Abatida, con problemas psicológicos evidentes, se enroló entonces en el famoso concurso de cocina, que la devolvió a la memoria de los españoles, pero más para la mofa que para el aplauso. Su comportamiento anómalo, a veces destemplado con otros compañeros, subía el termómetro de la audiencia (lo histriónico y polémico vende). Plantó el espectáculo con un «estoy agotada, no puedo más». Y era totalmente cierto. Mientras tanto, las redes sociales, el moderno desolladero donde se despelleja a las personas desde la cobardía del anonimato, se choteaban de su comportamiento desconcertante, a veces con una crueldad heladora. La depresión acabó doblándole la mano.

El desenlace ha resultado durísimo. Su vida ha sido comedia y tragedia, como dos caras de una misma moneda. De telón de fondo, como siempre, la fragilidad de la condición humana, que a todos nos acecha, bamboleada esta vez por el circo voraz de la televisión y el alboroto ácrata y despiadado de internet. Descanse en paz Verónica Forqué, que nos hizo reír en los cines de antaño, cuando todavía creíamos que nuestra juventud no se iba a agotar nunca, que nuestro país siempre iría a mejor y que Trueba y Colomo eran algo así como Billy Wilder y Blake Edwards en versión castiza.

Luego, claro, llegó el desengaño. O si lo prefieren: la realidad.

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