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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Unos políticos demasiado avinagrados

Nuestra actual generación de dirigentes arrastra un cabreo perpetuo y desdeña el sentido del humor, atributo destacado de la inteligencia

Actualizada 10:30

Las vacas y los cerdos no se ríen, ni gastan bromas. Excepto en Rebelión en la granja de Orwell y en las películas de dibujos animados. Es cierto que los chimpancés se echan sus buenas risas, pero el sentido del humor es monopolio de los humanos y uno de los atributos de la inteligencia. Hay incluso estudios científicos que sostienen que los chavales más simpáticos son también los más inteligentes. El humor es como una tregua que alivia las tensiones y un signo de civilización. Una de las cosas que me agradan del universo anglosajón es la norma no escrita que obliga a que todo conferenciante de fuste lance un pequeño guiño humorístico al iniciar su alocución. Se considera casi un gesto de cortesía.

Históricamente a los políticos españoles nunca les faltó el humor. Los amarillentos anales de nuestro parlamentarismo están repletos de retruécanos chisposos, juegos de palabras, anécdotas contadas desde la tribuna e incluso chistes. Ese gusto por desengrasar la pelea dialéctica con incisos humorísticos se mantuvo en la Transición. «Creo que uno de los grandes defectos nacionales es no tener sentido del humor, por eso lo cultivo todo lo que puedo», explicaba Manuel Fraga, que además de ser un volcán tonante e intempestivo albergaba una constante vis cómica, incrementada tras su temporada en Londres. Don Manuel jamás perdonaba un chistecillo o una anécdota, que iniciaba siempre con su coletilla de «sepa usted, mi querido amigo…».

En algunos personajes el humor forma parte de la construcción de un mito. Tal es el caso de Churchill. Se siguen recordando sus frases irónicas en los Comunes, algunas de las cuales no superarían hoy el cedazo de la cargante corrección política. «¡Winston, estás borracho! Y además, desagradablemente borracho», le espetó como es bien sabido la diputada laborista Bessie Braddock en 1946. Churchill replicó con sarcasmo: «Bessie, querida, tú eres fea, desagradablemente fea. Pero mañana yo estaré sobrio y tú seguirás siendo fea».

Para el enigmático Ronald Reagan el humor era como su segunda naturaleza. Cuando fue tiroteado por un chalado en 1981, no perdonó un último chiste dirigido a los sanitarios que lo conducían al quirófano: «Espero que seáis todos republicanos». Sabía además cultivar la autoparodia. Hacía mofa hasta de su edad provecta y de los rumores de que estaba chocheando. «He dado orden de que si estalla una emergencia nacional se me despierte, incluso si estoy en una reunión de mi gabinete».

No me gusta regodearme en la nostalgia, pero viendo a nuestra ramplona y avinagrada clase política actual se echa de menos el sentido del humor de aquellos colosos de antaño. Los debates parlamentarios se han convertido en un intercambio de mandobles a la yugular. Se solemniza la ramplona enunciación de perogrulladas. Se frunce constantemente el ceño y se vilipendia al adversario sin concederle jamás que puede tener razón en algo. Ese talante agrio se agudiza en las formaciones populistas, cuyos portavoces siempre parece que acaban de salir de la consulta de un dentista poco mañoso. Sufrimos una colección de políticos que carecen de una biografía profesional previa de valía y que operan como clones sin pensamiento propio, incapaces de cuestionar uno solo de los mantras de sus partidos. La mayoría se afiliaron muy jóvenes, no saben lo que es dar un palo al agua fuera de la política y los cargos son su medio de vida, de ahí las lealtades ciegas.

Tómense unas cañas juntos, mírense a los ojos, bromeen un poco, apéense por un instante del sectarismo desabrido. Construyan una España más amable y civilizada, donde pueda haber, como antaño, algunos puentes de encuentro. Ya sé que para algunos especímenes –y «especímenas»– eso es mucho pedir. Pero por añorar un poco de humor que no quede.

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