La respuesta a ese debate se llama Shelley
Si se hubiese cumplido a tiempo el deseo de Jane Roe, su hija simplemente no existiría. Así de sencillo
Shelley es una mujer estadounidense de 51 años. Si deambula por la tierra se debe a una razón sencilla: cuando ella nació, su madre todavía no había alcanzado su histórica victoria ante el Tribunal Supremo, que en 1973 legalizó el aborto en Estados Unidos. Con las leyes que imperaban hasta ayer en su país, Shelley no habría existido. Matar al nasciturus o dejarlo vivir. Esos son los términos reales del debate, no hay más, el resto es carcasa política.
El Tribunal Supremo de Estados Unidos ha tumbado en una sentencia histórica el fallo que blindaba el aborto en EE. UU., devolviendo a los estados la posibilidad de prohibirlo o restringirlo. Biden reaccionó al instante como una pantera, lamentable incoherencia en quien se declara católico. Entregado a las hipérboles electoralistas de cara a su feligresía «progresista», el presidente llegó a lamentar que «esta decisión nos devuelve al siglo XIX». Incluso soltó una bobería cuando aseguró que con la restricción del aborto «habrá más muertos», cuando esa práctica cuesta más de 600.000 vidas cada año.
Nada ilustra mejor la aberración del aborto que la propia historia del caso «Roe versus Wade», que llevó a legalizarlo en 1973. Norma McCorvey, la veinteañera protagonista de la historia, había tenido una vida terrible. Su padre se largó de casa siendo ella niña y se quedó al cargo de una madre alcohólica que la maltrataba. Tras flirtear con la delincuencia, a los 16 años Norma se casó con un tarambana, con el que tuvo un hijo. Tras dejarlo por abusos, la chica se sumió en las drogas y la botella y explicó a sus amistades que ahora era lesbiana. Poco después tuvo su segundo hijo y lo entregó en adopción. Cuando se queda embarazada por tercera vez, en 1969, tiene 21 años y vive en Dallas. Sus amigos la animan a que aborte, pero tropieza con la legislación, que lo prohíbe. Es entonces cuando le recomiendan a dos abogadas, Sarah Weddington y Linda Coffe, que están buscando a chicas embarazadas para intentar montar un caso que desafíe en tribunales la prohibición. Norma les parece la persona adecuada e inician el proceso judicial, durante el cual se oculta la identidad de la mujer bajo el nombre de Jane Roe, que alega como argumento principal haber sido víctima de una violación que provocó su embarazo.
El proceso judicial durará tres años. Finalmente, el Supremo da la razón a Jane/Norma. Pero mientras tanto ella ya ha tenido a la hija por cuya eliminación había iniciado el litigio (que de nuevo da en adopción). Ese bebé es Shelley, de 51 años, que a veces se hace llamar a sí misma «Roe Baby».
Pero la historia no acaba aquí. Poco tiempo después de ganar en el Supremo, Norma McCorvey confiesa que se inventó la violación para dar fuerza al caso. Más tarde se convertirá en cristiana evangélica y militante contra el aborto y en la etapa final de su vida abrazará el catolicismo.
La tremenda historia de Norma McCorvey, la mujer que hizo legal el aborto y luego se arrepintió y luchó contra él, pocas veces se cuenta. Tampoco se habla demasiado de la enorme emoción que sienten todos los progenitores primerizos cuando ven la ecografía de su hijo. O de que el derecho de la mujer a su libertad personal choca con el derecho a vivir del hijo que lleva en su interior, y no puede ser superior a él. Un grave error de juico moral hace que muchas legislaciones antepongan las libertades de la madre a los derechos del nasciturus, como hizo ayer mismo Biden. Pero estoy convencido de que veremos llegar el día, y antes de lo que pensamos, en que el eliminar con un bisturí o un aspirador a un niño que estorba se considerará una salvajada de una época bárbara de la humanidad.
El aborto no es una cuestión religiosa (o no solo). La defensa de la vida es puro sentido común. Vean una ecografía de un feto, con el llamativo nivel de detalle que ofrecen hoy en día. ¿Puede alguien con la conciencia en su sitio defender que se le mate lo que se ve en esa imagen?
Me alegra el fallo del Supremo de Estados Unidos. Ahí fuera se está produciendo una revolución a favor de la vida, y desde luego ilusiona más que el aberrante regodeo en la subcultura de la muerte que padecemos en países como España. Lo acabó entendiendo bien la propia Norma McCorvey, fallecida en 2017, con 69 años y en la paz de Dios.