Estamos en guerra
La guerra es horror, aunque en el museo que ha levantado el régimen comunista las atrocidades sólo las cometiera uno de los bandos, el que tuvo que salir huyendo de la noche a la mañana, dejando a merced del enemigo todos los símbolos de poder, incluida su bandera y su tecnología
En el Museo de los vestigios de la guerra de Ho-Chi-Minh, la antigua ciudad de Saigón, exhiben al aire libre los tanques, helicópteros, cañones o aviones de combate incautados al enemigo. Y bombas, muchas bombas. Se pueden ver, tocar y fotografiar. Es el privilegio del vencedor, mostrar al mundo, pero, sobre todo, a sus propios conciudadanos, la pieza cobrada. Sin embargo, es en el edificio adyacente a esa gran explanada donde se encuentra el secreto de la victoria del Vietcong en la guerra de Vietnam. El recorrido provoca escalofríos. A medida que avanzamos, se despliega el armamento que usó el Ejército norteamericano, incluidas las celdas en las que, bajo un sol abrasador, padecían los cautivos. Mención especial merece en sus vitrinas el terrible agente naranja. Estamos hartos de verlo en las películas: la guerra es horror, aunque en el museo que ha levantado el régimen comunista las atrocidades sólo las cometiera uno de los bandos, el que tuvo que salir huyendo de la noche a la mañana, dejando a merced del enemigo todos los símbolos de poder, incluida su bandera y su tecnología.
Pero es al término del recorrido cuando encontramos las claves de la derrota de tan poderoso Ejército. No perdieron la guerra en Vietnam, por muy complicado que fuera el combate, la perdieron en su propia casa. En la planta que da acceso al jardín, el gobierno vietnamita ha desplegado carteles y carteles de pancartas llamando a manifestaciones en contra de la participación de Washington en ese conflicto. Hay un sinfín de artículos de prensa. Decenas de grandes fotos convertidas en murales de las multitudinarias manifestaciones que en Occidente, sobre todo en Estados Unidos, condenaban la presencia de su Ejército en algún lugar perdido de Asia. La opinión pública norteamericana no soportaba la ausencia y la muerte de sus soldados ni los sacrificios económicos que imponía el conflicto armado. Forzaron a su gobierno a retirarse firmando una deshonrosa derrota.
Hoy, por muy aficionados al cine que seamos, nos resulta difícil entender por qué la Casa Blanca se metió en aquel agujero. Quizá tanto como explicar las razones que han llevado a Putin a invadir Ucrania. ¿Se está dejando centenares de vidas en el campo de batalla sólo para ganar algo de terreno y una confortable salida al mar? ¿O lo ha hecho para satisfacer a su ego zarista? A lo peor, el obús del sátrapa ruso no va dirigido contra Kiev, sino que busca impactar en el corazón de Europa, donde lleva años con sus ordenadores enredando. A medida que se acerca el invierno comenzaremos a sentir sus efectos.
La escaramuza para repartir las cuotas de racionamiento de gas es solo un atisbo de lo que se nos viene encima. Estamos acostumbrados a tocar un interruptor y que se encienda la luz, a entrar en el metro en invierno y sentir la calefacción o a pelarnos de frío con el aire acondicionado en verano. Nos vamos a dormir dejando el ordenador encendido y el cargador del móvil está veinticuatro horas enchufado. De momento, la electricidad fluye, pero ya se empieza a sentirse en el bolsillo. Sube la luz, suben también los precios de productos de consumo y los alimentos más básicos. Cuando la situación comience a ser insoportable para las depauperadas clases medias europeas, comenzarán a pedir cuentas a sus respectivos gobiernos, veremos entonces el grado de compromiso que mantenemos con Ucrania. Hemos crecido adormecidos al calor de papá-Estado, no estamos educados en la economía del sacrificio. Ese es el arma más valiosa de Putin, que lleva bien aprendida la lección de lo que ocurrió en Vietnam.