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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Peter, desde Bosnia con amor

Hasta los Balcanes se ha tenido que ir Sánchez para pasearse por las calles sin abucheos y poder marcarse unos selfis

Actualizada 17:21

El eventual presidente del Gobierno y líder del PSOE, Sánchez, suscita una rara unanimidad: le cae mal a casi todo el mundo. Por su parte, el anterior mandatario socialista, Zapatero, nunca fue el Bambi de mirada glauca y sonrisa bondadosa que muchos veían. Contaba con un plan sectario. Abrió la caja de Pandora del separatismo, echó sal a heridas ya cauterizadas de la Guerra Civil e inició la ingeniería social pro pensamiento único. Pero Zapatero gozaba de fuerte aprecio electoral –en 2008 se quedó a solo siete escaños de la mayoría absoluta– y una parte del público español lo contemplaba con indulgencia, engatusado por su presunto «buen talante».

Sánchez es otra cosa. No hablan bien de él ni sus compañeros de los días juveniles de baloncesto (¡hay que oírlos!). Conozco personalmente a numerosos votantes socialistas. Pero lo que no conozco es a ninguno que me haya elogiado a Sánchez. Tal aversión se extrema entre quienes no sintonizan con su populismo izquierdista. Tengo amigos y conocidos que en cuanto lo ven aparecer en televisión, presto a endilgarnos una de sus turras, de inmediato cambian de canal o se largan a otra habitación. No pueden soportarlo.

La calidad de un líder político suele ser inversamente proporcional a la dosis de pelotilleo que exige ese dirigente. Y Sánchez demanda un auténtico culto al líder. La ministra portavoz, una persona que con 22 años pasó sin transición de trabajar en el bar de su familia a senadora del PSOE, masajea el ego del líder arrastrándose de esta guisa en una entrevista en El País: Sánchez –adulaba Isabel Rodríguez– «es guapo, inteligente, trabajador incansable y tiene fortaleza y altura de miras». Solo le faltó decir que hace muy bien el gazpacho.

En el sanchismo no hay quien se atreva a no tañer la lira hasta el ridículo. Margarita Robles, la del supuesto sentido de Estado, pero que acaba transigiendo siempre con las tropelías de este Ejecutivo, cuando se vio achuchada en la crisis del Pegasus se apresuró a tocar la tecla del jabón: «A Pedro Sánchez lo conozco, admiro y respeto y eso no me lo va a poder quitar nadie». Conmovedor.

Sin embargo, en la calle, lejos de esas justas lisonjeras para mantener los carguillos, el panorama no pinta igual. Sánchez no puede pisar la vía pública en España, so pena de pitos sonoros y epítetos gruesos. Sus apariciones se programan con cuentagotas y con barreras que lo alejan del cariño del respetable. Como ocurre cada año, fue abucheado en octubre en la Fiesta Nacional; luego, en febrero, en Don Benito; en mayo lo abroncaron en la Feria del Vino de Ciudad Real; el 10 de julio, pitos en Ermua; ocho días después, la misma sintonía en Monfragüe (Cáceres), etc...

Con semejante aprecio popular en casa, Sánchez se ha marcado una reconfortante gira de estadista por los Balcanes antes de largarse de vacaciones. En la ciudad bosnia de Mostar, machacada durante la guerra, sus asesores le organizaron un pequeño baño de masas en el hermoso Puente Viejo. Nuestro internacional Peter se deshacía en sonrisas y selfis con los parroquianos bosnios, muchos de los cuales no sabían ni quién era aquel señor tan afable y escoltado. «Thanks a lot», les agradecía Peter en inglés. Desde Bosnia con amor.

Sánchez puede dejarse ver en público en los Balcanes por una razón evidente: allí tienen la fortuna de no conocerlo. ¿Pero está en condiciones de ganar unas elecciones generales un candidato que es abucheado cada vez que pisa una calle de su país? En una democracia normal, limpia y sin trampas, resulta casi imposible, y más con los precios desbocados.

(PD: Sobre el infantilismo de ponerse la corbata para ver al Rey en Palma y sacársela al salir para comparecer ante la prensa en formato ahorro energético a pleno aire libre, sin comentarios. Insoportable personaje).

(PD2: Ante la amenaza de Ayuso y Abel Caballero de incumplir las normas de ahorro eléctrico para la galería del Gobierno, Sánchez replicó muy solemne: «En España la ley se cumple». En ese mismo instante, Aragonés, su socio separatista, lo apremiaba para que ponga en marcha ya la «desjudicialización», es decir, que la ley no opere con los cargos independentistas. Insoportable hipocresía).

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