La serie de Pedrito
Un país que aún se ríe de Narciso Serra por atreverse a tocar el piano en público no tiene cuerpo para tragarse a Tony Manero bailando sobre nuestra tumba
Sánchez se ha grabado una serie como Franco se hizo Raza y Leni Riefenstahl le hizo a Hitler El triunfo de la voluntad, pero pasado por la modernidad obsoleta de James Costos, el embajador de Obama en España que ahora hace negocios con la televisión y con el Gobierno sin demasiado recato.
Con el nombre provisional de Las cuatro estaciones, que suena a pizza precongelada, el engendro ha sido víctima de chirigotas preventivas que evolucionarán a escarnio total cuando alguien la proyecte, quizá en Calle 13, el canal de terror, o el Club Disney, el de los críos, si hasta a TVE le da alipori prestarse al masaje con final feliz.
La certeza de que Sánchez cree estar rodando El ala oeste de la Casa Blanca mientras todo el mundo ve Manolo y Benito no fue suficiente para que alguno de sus 800 asesores le disuadieran de la idea, quizá porque la mitad de ellos justifica su abultado estipendio público ejerciendo de coro rociero del presidente y la otra mitad, también. Si te pagan por aplaudir, aplaudes.
Mientras se aclara cómo es posible que el BOE publicara un convenio con una productora de televisión que ya llevaba meses disfrutando del contrato, lo que a buen seguro dará tardes de gloria a los pocos periodistas que indagamos en las cacicadas de Pedrito, el adelanto de la serie y su propia existencia ya permiten hacer algunas consideraciones.
La primera, que si Sánchez se cree Kennedy, su esposa se siente Jacqueline: el gozo que ambos muestran en el rostro en los escasos pasajes conocidos de esta Bonanza de pueblo evidencia que, por poca hierba que dejen a su paso y muy marrón que sea dirigir un país hasta hundirlo, ellos son felices y disfrutan de cada momento de oropeles, comodidades y lujos que ya tendrán de por vida.
Nada hacía presagiar que aquel mozo sin demasiadas luces y aquella joven criada en el sector del entretenimiento iban a hacerse millonarios, famosos y viajeros.
Y nadie puede reprocharles su incapacidad para disimular cómo hozan en ese sorprendente milagro del destino: el uno debería estar en los puestos de salida dudosa en las listas del PSOE en Alcorcón y la otra remodelando saunas, pero ahí les tienen saludando a Biden por su nombre de pila y recorriendo en helicóptero los 20 kilómetros que separan su casa del Falcon, no se vayan a aburrir yendo en coche oficial con chófer.
Y la otra consideración es menos subjetiva: tenemos a un presidente que cree merecerse una serie entera pero no considera necesario, por el contrario, someterse al Tribunal Constitucional, al Consejo de Transparencia, a la Audiencia Nacional, al Poder Judicial o a las ruedas de prensa sin preguntas teledirigidas.
La combinación de ego y de falta de escrúpulos que denota ese contraste perfila como nada a un personaje poseído por Narciso y Calígula a la vez, pero en el pecado está la penitencia.
Un país que aún se ríe de Narciso Serra por atreverse a tocar el piano en público en los buenos tiempos no tiene cuerpo para tragarse ahora, en los malos, a Tony Manero bailando sobre nuestra tumba.