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Cosas que pasanAlfonso Ussía

El rostro hepático

A Lesmes se le ha ido su rostro y su gesto de su propio dominio, del mismo modo que se le ha extraviado su tono de sabia serenidad

Actualizada 01:38

El rostro y el gesto de los humanos se transforma y endurece con el paso del tiempo. La mirada pierde brillo y las arrugas no engañan. Los rostros operados, estirada su piel hasta la exageración, los labios abultados en las mujeres, se me antojan mentiras ridículas. La vida establece el paso devastador de los años, y hay que asumirlo con toda naturalidad. Pero hay rostros que se oxidan y amargan en pocos meses como consecuencia del sufrimiento o de la amargura. Es el caso del presidente del Consejo General del Poder Judicial, don Carlos Lesmes, que en los dos últimos años ha dejado de parecerse a él. Su rostro es un escaparate de sinsabores. Todavía es un hombre joven, y en apenas 24 meses se le ha puesto cara de anciano enfurecido. Hay muchas personas que desde la juventud muestran su fondo de maldad en el gesto. Pero no es el caso. A Lesmes se le ha ido su rostro y su gesto de su propio dominio, del mismo modo que se le ha extraviado su tono de sabia serenidad. Y quizá, la causa de ello no sea otra que el íntimo descontento con sus últimas actitudes y regates. Muchos políticos, artistas, escritores y periodistas padecen del mismo mal. Yo, entre ellos. He asumido el envejecimiento natural de mi rostro y de mi expresión, pero también he dejado de parecerme a quien fui hasta hace pocos años. Consecuencia de las preocupaciones acumuladas y sobrevenidas cuando no se esperan. He visto fotografías del joven seminarista Javier Arzallus. Abro paréntesis. Señor corrector de El Debate. He escrito Arzallus y no Arzalluz. Javier Arzallus Antía, hijo del encendido carlista y eventual miembro de la Guardia de Franco, Felipe Higinio Arzallus Eizmendi, y de Manuela Antía Soraluce, una gran señora, tuvo la ocurrencia un día cualquiera de cambiar –como su rostro– la «s» final de su apellido por la «z», pero siempre se apellidó Arzallus. Y fue Javier –y no Xabier– Arzallus en el seminario de los Jesuítas, ordenado sacerdote de la Compañía de Jesús en 1967 como Javier Arzallus, y nombrado capellán de la Embajada de España en Bonn con el nombre y apellido de Javier Arzallus. En 1968 y 1969, el capellán de la Embajada de España en Bonn, cuyo embajador era uno de los hermanos Sebastián de Erice, ofició la Santa Misa, previa a la recepción oficial a los españoles residentes en la que era capital de la Alemania Federal, del 18 de julio, y como reverendo padre don Javier Arzallus Antía, en las preces, rogó al Señor que mantuviera en vida «a nuestro caudillo Francisco Franco, para que siga llevando con tanta prudencia y brillantez el timón de nuestra querida España». Y seguidamente, el padre Javier Arzallus y no Arzalluz, oficiada la Santa Misa, brindaba junto al embajador por España y por Franco con una copa de vino de la Rioja, que era lo establecido. En 1970 colgó los hábitos, o simplemente se los remangó, se afilió al PNV, se casó con María Begoña Loroño Bilbao, destacó en el nacionalismo vasco, y se convirtió, ya con el rostro mutado en irritación, en el político más influyente de las vascongadas, gran parlamentario, facilitando con los votos del PNV a cambio de transferencias irrenunciables para un Estado, la gobernación de José María Aznar en 1996. Cierro paréntesis.

Me consta que Carlos Lesmes ha tenido que soportar vendavales y galernas con las presiones del Gobierno de Sánchez para conseguir que el CGPJ y el Tribunal Constitucional se conviertan en chiringuitos a la orden del socialismo podemita. No lo dudo. Pero creo que el cambio de su expresión le ha sorprendido por su debilidad en el último tramo de las coacciones. A tiempo está de recuperar su antigua placidez. La rendición no es el remedio.

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